La reciente serie de RTVE Las abogadas recoge en su capítulo cinco la Matanza de Atocha y la reacción del PCE a la misma. Una reacción que fue, como es sabido, modélica. El cortejo fúnebre por las calles de Madrid se convirtió en la mayor manifestación popular de la oposición democrática hasta la fecha. Los propios militantes del partido se ocuparon de la seguridad de la marcha, abogando, en el epicentro de un abrumador dolor colectivo, por evitar la violencia e impidiendo que la rabia se desbordara. Cinco inocentes asesinados a sangre fría por un comando ultraderechista, y no se rompió ni un cristal. Puños en alto, dientes apretados y lágrimas contenidas al paso de los ataúdes, eso fue todo. Las imágenes de aquella muestra de entereza y dignidad todavía estremecen.
Según el relato al uso, Suárez, convencido gracias a aquello de que los comunistas merecían ser legales, se jugó el todo por el todo y concertó una entrevista secreta con Santiago Carrillo. Se vieron en un chalé de Pozuelo y hablaron durante seis horas. Compartieron cigarrillos, café y whisky. Congeniaron. Suárez se comprometió a legalizar al PCE. Carrillo, a cambio, aceptó la monarquía, la bandera rojigualda y la unidad nacional. La decisión, en lo que fue uno de los momentos más críticos de la Transición, se hizo pública el Sábado Santo. El ejército y cierta derecha estuvieron a punto de romper la baraja, pero no lo hicieron.
Hay dos grandes problemas con este relato, y ambos tienen que ver con la noción de “mito”. El primer problema afecta a la verdad histórica. Toda historia —incluidos sus sucedáneos: la fábula, el cuento, la noticia, and so forth.— incluye hechos en su inside. Los hechos de nuestro relato son indiscutiblemente ciertos: el atentado, la manifestación, la reunión secreta, los cigarrillos… todo es verdad.
Pero los meros hechos desnudos, sin nada que los explique, carecen de sentido alguno. Porque toda historia, para serlo, ha de incluir una narrativa que los unifique, que los engarce en un todo del que beban su significado. En el caso de nuestro relato, esa narrativa la conforman las intenciones. Son ellas las que le otorgan un sentido ethical o, si queremos, político. ¿Por qué Suárez legaliza? Según nos han contado, porque la respuesta de los comunistas a la masacre le conmueve, y porque, en sus propias palabras, él es “demócrata, sinceramente demócrata”, y quiere que todos los españoles se vean representados en el parlamento, sin excepción.
Esa lectura ya no es un hecho, es una interpretación, una hipótesis sobre los motivos de alguien. Y ahora sabemos que un testigo de excepción —Wells Stabler, el embajador de Estados Unidos en España durante aquellos años— la desmiente. Stabler enviaba diariamente a su Ministro de Exteriores —Kissinger, nada menos— cables con valiosísima información sobre los actores políticos españoles y sus intenciones. Desclasificados más de cuarenta años después, esos cables son como una grabación desenterrada en el tiempo. Ofrecen un conocimiento no contaminado por la creación posterior de un determinado sentido que explique los acontecimientos. No solo el episodio de la legalización del PCE, sino todos esos hechos, miles y miles, que conocemos como “la Transición”. Por eso son tan importantes.
La Matanza de Atocha, de acuerdo a esos cables, apenas influyó. De hecho, una semana antes de los asesinatos Suárez habla con el embajador, y le cube que él prefiere sin duda que el PCE sea authorized. Y Stabler no solo no pone problema alguno, sino que le aconseja que legalice cuanto antes.
¿Por qué, según este otro relato, legaliza Suárez? Legaliza porque hay una disaster económica y, si quiere un acuerdo con Comisiones Obreras, será imposible con los comunistas en la clandestinidad. Legaliza porque sabe que el PCE no alcanzará ni el 10% de los votos. Legaliza porque así divide a la izquierda. Legaliza porque esa decisión le centra en el tablero político y por tanto le beneficia electoralmente. Legaliza, en definitiva, porque no es un santo, sino un político, y uno especialmente audaz.
¿Qué relato es más verídico? La información de los cables acaba de salir a la luz, así que ahora es sin duda el turno de los historiadores, a los que desde luego animo a lanzarse sobre ellos. Pero también la filosofía política tiene aquí algo que decir, porque el segundo problema que enfrentan los mitos tiene que ver con algo previo y en cierta manera más importante que la verdad: la confianza. Todo mito requiere una confianza casi ciega en quien lo transmite. Y hay mucho de mito en ese segundo sentido en este episodio de la legalización del PCE y en la manera en que se nos ha contado.
Porque según nos han contado, y nosotros hemos creído, la negociación entre Suárez y Carrillo fue democrática. Los propios términos de la misma, sin embargo, lo desmienten. Suárez permite entrar a los comunistas solo si aceptan una bandera determinada y un determinado modelo de Estado. La democracia, sin embargo, consiste exactamente en lo contrario: convivir con el que piensa diferente y permitirle pensar diferente mientras eso no vulnere los derechos de nadie. ¿Por qué no lo vemos? Es una magnífica pregunta.