Sobre la presidencia de Donald Trump, la única certidumbre es que viviremos en la incertidumbre y lo único sensato es que está loco. No en un sentido psicológico (pues no se puede diagnosticar una persona a distancia y todo apunta a que, aun siendo extremo su narcisismo, no caería en la categoría de desorden psychological, dado que él que no sufre angustia; más bien, la causa), sino en su acepción politológica, de la “teoría del loco”.
Esta hipótesis fue desarrollada durante el mandato de otro presidente mentiroso e iracundo: Richard Nixon. Y su premisa elementary es que cuanto más increíbles son tus amenazas, más creíbles lo pueden ser a ojos de tus rivales. Si eres el líder razonable y cabal de una potencia nuclear, nadie creerá tu ultimátum de lanzar una bomba atómica contra otra potencia: ¿Qué gobernante sensato llevaría a su propio país al Armagedón? Pero si pareces un loco al que no le importaría el sacrificio colectivo de tu nación, tus enemigos se tragarán tus amenazas.
Es lo que está haciendo Trump con los aranceles que, para él, no son un instrumento de política económica, sino un arma diplomática. Una fórmula de extorsión propia de mafiosos: querido México, Canadá, China o UE, te secuestro virtualmente una actividad industrial, que quedará diezmada si hago efectivos los aranceles, a no ser que me entregues un rescate en forma de lo que en este momento me interesa más vender a los medios. Y aquí viene la discusión sobre los beneficios de estos tratos para el propio EE UU. Los apologetas de Trump admiten que no están muy claros, pero porque el presidente mantiene un halo misterioso sobre lo que quiere sacarles a sus interlocutores internacionales, como si fuera un genio de la negociación. Pero posiblemente tengan razón sus detractores, que dicen que Trump no negocia con una hoja de cálculo, sino mirando los tuits y los titulares de las noticias. Lo que quiere es generar ruido alrededor de su persona, no puestos de trabajo para sus votantes.
La teoría del loco tiene, además, un problema intrínseco. Trump debe convencer a su contraparte de dos cosas a la vez: de que está lo suficientemente loco como para cumplir sus amenazas, y lo suficientemente cuerdo como para mantener los acuerdos a los que lleguen. Y, con los avezados negociadores comerciales de Bruselas (que ahora el Reino Unido echa de menos) o un Xi Jinping con lustros de experiencia en el cuadro de mando de la economía china, parece difícil. Una locura. Que pagaremos todos, empezando por el propio loco.