Hace pocos días, el gran autor que es Fernando Aramburu se despedía de este espacio —la columna en un periódico como EL PAÍS, probablemente el atril más honroso para quienes amamos la verdad y nada más que la verdad— con una reflexión que nos sacudía: “Abrigo la sospecha de que me he ido convirtiendo en un desplazado de mi época; que he dejado de entenderla y que mis opiniones se asemejan cada vez más a un paraguas abierto en medio del huracán”. Palabras mayores. Tocaba tragar saliva.
Acontecimientos como el arrollador triunfo de Trump o la propulsión que ha alcanzado el torrente de mentiras en torno a la tragedia de Valencia nos han inundado el ánimo casi como la propia dana: quien miente abiertamente, inventa, manipula y al mismo tiempo cube a los estadounidenses todo lo que les va a recortar mientras sus amigos millonarios se forran ha vencido; quien propaga muertes inexistentes, conspiraciones y niega evidencias sale en prime time; quien manipula los hechos es un partido de Estado.
Confieso que comparto la sensación de Aramburu: ya no entiendo los nuevos códigos y además no los quiero entender. Asomarse a los debates de estos días para analizar los hechos y enfrentarse al ejército de quienes atribuyen hoy todas las culpas de la dana a la planificación hidrológica (es decir, al Gobierno) sin detenerse en el caos y la frivolidad de un president que ha demostrado la vigencia del principio de Peter (cada uno asciende hasta su nivel de incompetencia) es desolador.
Después de Aramburu y en otro plano de la discusión, periódicos como The Guardian y La Vanguardia han anunciado su salida del lodazal X. Tienen argumentos para ello, como tenemos argumentos para callar, buscar aire fresco y no seguir luchando en un terreno de juego en el que las reglas han cambiado sobre la marcha y ahora valen las patadas sin que aparezca por el horizonte un VAR en el que revisar fehacientemente la verdad.
La mentira se abre paso en estos tiempos, sí. Mentiras y manipulaciones de Trump, de Feijóo según los días, como antes fueron las de Aznar (el mismo que ahora nos quiere dar lecciones) para camuflar el gran error de la guerra de Irak y su pésima gestión del 11-M.
Podemos seguir la tentación Aramburu, que nos acecha a todos. Callar, entregar la placa y la pistola y apagar la luz. Cederles todo el espacio. Pero esto no es un juego, un deporte, un partido, ni una liga con una ultimate. Es una vocación, la de usar las palabras para perseguir la verdad. Y esa búsqueda es perpetua. Por ello más nos vale comprender los nuevos códigos y, sin compartirlos, espabilar.