El 23 de febrero de 2025, cuando se aproximaba el tercer aniversario de la invasión rusa de Ucrania, Alemania acudió a las urnas. Fueron unas elecciones anticipadas tras la agria ruptura de la coalición “semáforo”, que no había logrado llevar a cabo el cambio de época (Zeitenwende) que había prometido, la transformación de la política exterior y económica del país. Además, se celebraron en un momento trascendental de la historia del país, quizás comparable con 1949 y 1989. En aquellas dos ocasiones, los alemanes (occidentales) podían contar con Estados Unidos. Hoy, no tanto.
La razón es Donald Trump. Desde su regreso a la Casa Blanca en enero, Trump se ha dedicado sin parar a perturbar e incluso destruir el viejo orden internacional y las estructuras de gobierno que lo acompañaban. Su vicepresidente, J. D. Vance, y su colega tecnológico, Elon Musk, han proclamado públicamente su apoyo a la extrema derecha alemana. El propio Trump no solo ha amenazado con emplear la fuerza contra miembros de la OTAN como Dinamarca (con Groenlandia), sino que también ha relegado de lado a los aliados europeos de Estados Unidos para llevar a cabo una política de gran potencia sin contar con ellos. Incluso, en una medida sin precedentes, el presidente estadounidense ha decidido hacerse amigo del dictador ruso, Vladímir Putin, en un errático intento de conseguir la paz en Ucrania.
Terminado el recuento, el resultado reveló un cambio político sustancial. Alternativa para Alemania (AfD) ha duplicado su porcentaje hasta el 20,8%, sobre todo en el este de Alemania. Los socialdemócratas (SPD) de Scholz obtuvieron un mísero 16,4%, su peor resultado desde 1949, principalmente con votos de los antiguos bastiones industriales de Alemania Occidental. Los liberales no consiguieron superar el umbral del 5%. Y los Verdes no obtuvieron más que el 11,6%. El experimento alemán del tripartito eco-liberal-socialdemócrata había muerto.
Aunque los demócratas cristianos, encabezados por un atlantista de toda la vida, Friedrich Merz, vencieron con el 28,5%, la posición de la AfD como segunda fuerza hizo que fuera una victoria agridulce para el centroderecha. Merz había insistido en que nunca formaría una coalición con la extrema derecha y sus infames tendencias neonazis. Se mantendría fiel al llamado cortafuegos político (Brandmauer) creado con el fin de proteger la democracia implantada por la República Federal en la posguerra. Por mucho que, en Estados Unidos, los republicanos tradicionales pudieran haberse vendido al movimiento MAGA de Trump, en Alemania, la CDU de Merz nunca se aliaría con la AfD de Alice Weidel. Las lecciones del abismo del Tercer Reich y la Segunda Guerra Mundial no caerían en el olvido.
La noche de las elecciones no solo estaba en juego la política interna alemana. El futuro canciller no se mordió la lengua cuando reflexionó sobre el futuro frente a las cámaras de televisión, rodeado por los líderes de los demás partidos, en la llamada Elefantenrunde [la mesa redonda de candidatos posterior al cierre de las urnas]. El electorado quizá había expresado su frustración por la inmigración, la delincuencia y la recesión económica. Pero Merz fijó la vista en la política exterior y la seguridad europea. Habló de la alternativa important entre la paz y la guerra y de quiénes son los amigos y quiénes los enemigos. Pidió una nueva firmeza europea, no solo frente a la Rusia neoimperialista, sino también frente al neoaislacionismo de Estados Unidos, y culpó a ambos países de injerencia en los procesos democráticos de Alemania.
No hay duda de que el “éxito histórico” de Weidel refleja una tendencia europea common (e incluso mundial) de nacionalismo populista antiliberal. Las voces autoritarias, incluso fascistas, están en auge. Putin lleva mucho tiempo alentándolas con su guerra híbrida. Lo que verdaderamente sacó de quicio a Merz fue el comportamiento del Gobierno de Trump.
Es posible —se atrevió a decir esa noche y ha repetido después— que Alemania tenga que presionar para que Europa se “independice” militarmente de Estados Unidos, que aparentemente ya no se preocupa por ella. ¿Qué ha sido de la dependencia mutua y el “Occidente” geopolítico, de los valores compartidos y el antiguo sentimiento de genuina amistad? De pronto, se han visto desplazados por una enorme incertidumbre y por la desconfianza.
Las palabras de Merz señalan un punto de inflexión y revelan hasta qué punto el comportamiento irresponsable de Trump ha socavado la confianza de Berlín en Washington. En poco más de un mes, los cimientos políticos e institucionales de Alemania y Europa nacidos en la posguerra han sufrido una sacudida hasta la médula.
Desde los años cuarenta, Estados Unidos ha sido un faro de libertad y democracia y un modelo de economía de mercado. Dentro de la OTAN, fue firme aliado de Europa en todo lo relacionado con la disuasión y la defensa nuclear. Todos los gobiernos estadounidenses de la posguerra asimilaron la opinión de Franklin D. Roosevelt de que “la forma más prudente y eficaz de proteger los intereses nacionales [estadounidenses] es la cooperación internacional”.
Sin embargo, el 24 de febrero de 2025, el embajador de Trump ante la ONU votó con Rusia y China en contra de una resolución propuesta por Europa para “promover una paz integral, justa y duradera en Ucrania”. Al votar en ese sentido y situar a Estados Unidos en el mismo bando que el agresor ruso, Trump ha pisoteado los principios de soberanía, independencia e integridad territorial y el derecho a elegir libremente una alianza: unos principios que constituyen la base del orden liberal consagrado en la Carta de las Naciones Unidas (1945), el Acta Ultimate de Helsinki (1975) y la Carta de París (1990).
También ha dado la espalda al tradicional “imperio por invitación” que le ofrecieron los europeos después de la II Guerra Mundial. Que no haya equívocos: la invitación sigue en pie. La pregunta es si Estados Unidos todavía quiere seguir en la fiesta que durante tanto tiempo contribuyó a crear. Por ahora, como reveló la cumbre de Londres del 2 de marzo, convocada apresuradamente para organizar la defensa europea de Ucrania y la seguridad del viejo continente, Trump prefiere un rumbo de colisión frontal y una posición de gran disruptor. Y la incertidumbre, a la que se añade el paso adelante del Reino Unido y Francia para ocupar la primera línea diplomática, obliga a la Alemania de Merz a estudiar formas de llenar el posible hueco en la mesa de la OTAN. Por el bien de Europa, incluso es posible que tenga que pensar en tomar medidas en contra de Estados Unidos.
Será una posición nueva para el país. Después de la Guerra Fría, se habló de que la Alemania reunificada había pasado a ser una nación “regular”, “adulta”. Aun así, después de la caída del Muro, la República Federal siguió prefiriendo subrayar su condición de “potencia civil”. Desde el punto de vista político también cambiaron poco las cosas, puesto que Berlín, como Londres e incluso París, se fiaba del liderazgo de Washington en materia de seguridad y orden mundial.
La guerra de Putin y el matonismo errático de Trump han transformado la situación. Ahora hay que pasar de las palabras a los hechos, o será imposible “ganar” —en palabras del presidente alemán Frank-Walter Steinmeier— la “paz”, no solo en Ucrania sino en todo el continente.
En su país, Friedrich Merz tiene, ante todo, la difícil tarea de construir una coalición estable con los socialdemócratas. Luego tendrá que reactivar la economía alemana y, al mismo tiempo, aunar a los alemanes y a otros europeos en torno a una causa común: una paz justa y sostenible en Ucrania, la defensa de la democracia en Europa y la supervivencia de los lazos transatlánticos.
El trato con los caprichosos e impulsivos estadounidenses va a ser todavía más difícil. Al fin y al cabo, la diplomacia consigue sus mayores éxitos cuando hay educación y previsibilidad. Pero hay una cosa segura: Alemania debe reforzar su presencia militar y colaborar con las únicas potencias nucleares de Europa, Francia y Reino Unido, porque se nos viene encima la gran amenaza de la agresividad rusa. Por consiguiente, Berlín tiene que seguir teniendo la mirada puesta en el este y el oeste para poder cumplir con la responsabilidad que ha asumido de estabilizar y asegurar el continente.
Es posible que de esta disaster existencial surja una Alemania capaz de estar en primera línea sin temerse a sí misma ni estar paralizada por su pasado. Merz lo está intentando y promete hacer “lo que sea necesario” para garantizar la seguridad y la defensa. Mientras que el canciller saliente, Scholz, permaneció en tercera fila en la cumbre de Londres, muy por detrás de los dirigentes de Gran Bretaña, Francia, Polonia, Finlandia y la Ucrania devastada por la guerra, el recién llegado Friedrich Merz ha pasado a un primer plano (desde luego, en el escenario nacional). Ha negociado con su futuro socio de coalición un gasto de nada menos que casi un billón de euros, que incluye el acuerdo de liberar a toda velocidad un gran volumen de fondos para renovar infraestructuras (500.000 millones) y para las fuerzas armadas, la Bundeswehr (400.000 millones). En un vuelco que debe considerarse histórico de la regla tradicional sobre el límite de la deuda (Schuldenbremse), la CDU y el SPD, para facilitar el rearme alemán, han decidido atreverse a acabar con la larga period de la frugalidad.
Todo esto ofrece una oportunidad, aunque llena de peligros. Porque, si Merz y sus homólogos europeos fracasan en todos sus intentos de apuntalar la cohesión continental y la democracia liberal y sigue predominando el nacionalismo impulsado por el miedo, es posible que 2029 acabe pareciéndose más a 1929 o 1933. Y el pasado de Alemania volverá a atormentarla de verdad.