Al principio, la humanidad hablaba un mismo idioma, lo que les decidió a emigrar hacia el país de Senaar. Una vez allí fundaron la ciudad de Babel y comenzaron a erigir una torre tan alta que rozase el cielo. Dios se percató de la arrogancia que acompañaba el propósito y descendió a la ciudad. En su viaje constató que la humanidad sería capaz de cualquier cosa que se propusiese mientras hablase el mismo idioma. Ante tanta soberbia, impuso un castigo repartiendo distintas lenguas entre los hombres. La confusión hizo que se abandonasen las obras y la humanidad se dispersó por toda la Tierra. Así es como se cuenta en el Génesis (Gn 11, 1-9).
La existencia de distintas lenguas dificulta el entendimiento, pero no es extraño que, incluso hablando el mismo idioma, no nos comprendamos. Aquella presunta maldición se transformó en un regalo. Así, la diversidad lingüística es uno de los más preciados tesoros culturales de la humanidad.
La dificultad para la comprensión recíproca, en ocasiones, no radica más que en la falta de respeto y de amor fraterno hacia el prójimo.
Este año, la Real Academia de la Lengua, RAE, ha incluido la palabra “mena” en el diccionario, y esta es definida, acepción cuarta, como: “Inmigrante menor de edad que no cuenta con la atención de ninguna persona que se responsabilice de él”.
De este modo la RAE, incumple, al menos parcialmente, su función de fomento de la unidad idiomática y de garantizar una norma común, pues prescinde de que mena es un acrónimo con carga peyorativa que deshumaniza a niñas, niños y jóvenes que están en una situación de protección. El desnudar el acrónimo de la carga despectiva que le es inherente supone legitimar a quienes manosean la desnudez, en cuanto falta de abrigo, de niños y niñas solos en un país que no es el suyo.
La categoría infancia migrante atesora las especificidades de la minoría de edad y de la condición de extranjero, aglutinando a las personas más vulnerables por cuanto más expuestas a violaciones de derechos humanos. Los niños y niñas constituyen el 14% de la población migrante, y más del 40% de las personas refugiadas son niños y niñas. De ellas una parte se desplaza sola o se ha visto separada de sus familiares adultos por el camino.
Para dar una respuesta jurídica adecuada a esa realidad, el Reglamento de Extranjería en el año 2011 introdujo el concepto de menor extranjero no acompañado, que derivó en el acrónimo mena.
Este acrónimo se extendió indebidamente más allá del ámbito jurídico, usándose de modo impropio a veces para designar sin base alguna a niños extranjeros, con independencia de que fueran migrantes o hubieran nacido en España o de que estuvieran solos o acompañados. Además, comenzó a usarse con un carácter despectivo y estigmatizante para vincular a los niños migrantes con hechos delictivos.
El principal efecto perverso del uso de este acrónimo, es que evita nombrar a la infancia migrante como lo que es: niños y niñas, convirtiendo en sustantivo lo que en realidad es adjetivo, su condición de personas extranjera y migrante. Invisibilizando su infancia, es fácil negarles la protección y los derechos que le corresponden.
El uso que habría de legitimar su inclusión en nuestro diccionario no cuenta con el consenso con el que la RAE lo ha avalado al incorporarlo al diccionario: su uso se restringe a España, ya que en el resto de la comunidad de hablantes del español no se usa; además su utilización no es pacífica: las organizaciones de derechos humanos, las entidades especializadas en infancia y los profesionales del ámbito psico social deploran su uso y el Colegio de Periodistas de Cataluña y el Consejo de la Información de Cataluña (CIC) han pedido a los medios que aún usan el término mena para referirse a los menores no acompañados que dejen de hacerlo al considerar que deshumaniza a estos jóvenes y los convierte en el blanco del discurso del odio.
Detrás de ese acrónimo encontramos vidas, vidas de niños y niñas con nombre propio, con historias que, como ciudadanos de un Estado de derecho, nos han de interpelar porque transcurren entre las coordenadas de la huida y de la barbarie y la obligatoriedad estatal de detección y protección.
No se trata de un modismo lingüístico, es un acicate para consagrar en el discurso público la deshumanización del otro.
Quizá la RAE para definir una palabra como mena, en un idioma sin fronteras como es el nuestro, tendría que ser más estricta en su clasificación y definición, acogiendo toda la complejidad que subyace a todo fenómeno nombrado a través de una unidad lingüística.
Por eso, instamos a que se reconsidere esta decisión, porque ni su uso es correcto, ni es común, ni es respetuoso con los Derechos Humanos. Ninguna disciplina es ajena al compromiso con los derechos humanos, y de entre todas la del estudio y cuidado de la lengua es imprescindible para construir un relato que humanice y dignifique, cuide y ampare a los más vulnerables, protegiéndoles de un discurso de odio que se construye con palabras.
En todo caso, si el diccionario debiera contener esa palabra, es imprescindible que sea definida como un término peyorativo y despectivo y que la RAE desaconseje su uso.
Debemos evitar que, como dijo Albert Camus, “nombrar mal las cosas es aumentar el sufrimiento del mundo”, y el mal uso que del acrónimo mena se ha hecho en España es un claro ejemplo de ello.