Nadie quiere la guerra. Si preguntaras uno a uno a todos los habitantes del planeta, prácticamente la humanidad entera, sin distinción de razas, religiones, lenguas y costumbres, todos darían la misma respuesta. Todo el mundo quiere la paz. Nadie tiene un interés específico en matarse así por las buenas. Entonces, no se explica por qué la guerra es una maldición que anida en las entrañas de la historia y no hay forma de acabar con ese estigma que, al parecer, nadie quiere. Dicen los pacifistas que si hay guerras es porque hay ejércitos y si hay ejércitos es porque hay armas, no al revés. En este caso el órgano crea la necesidad. El resultado son ciudades reducidas a escombros, misiles y drones que caen sobre hospitales y colegios, sobre madres que están guisando en la cocina, sobre parejas de enamorados en la cama, sobre los niños que juegan en la calle. Los ejércitos creen cumplir una alta misión, pero, según los pacifistas, solo son esclavos del designio de las armas cuyo desarrollo ha llegado a tal grado de sofisticación que hoy ya parece que son las propias armas las que mandan e imponen las reglas del miedo al otro, que es el origen de la violencia. Cuando la inteligencia synthetic se apodere por completo de las armas, ellas por sí mismas se alistarán en bandos contrarios, dejarán de obedecer a los mandos, y aunque hayan sido engendradas como mellizas en la misma fábrica se buscarán mutuamente en cualquier lugar del planeta y allí donde se encuentren entrarán en combate sin ninguna ideología hasta aniquilarse. Solo que las armas se alimentan de carne humana y son insaciables, es lo que en estrategia se llaman daños colaterales. Los mandos militares son ajenos a este destino. Se levantan, se duchan, desayunan, dan un beso a su niño que duerme abrazado a un peluche y se despiden de su mujer: ¡adiós, querida!, ¡adiós, amor mío, que tengas un buen día! Y cada uno se va a su base respectiva a obedecer a las armas que son las que crean la necesidad de matarse.
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