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Dayana Blanco (Comunidad de Vito, 26 años), cube tener una conexión explicit con los animales, especialmente con los flamencos. Su presencia se ha convertido en un indicador de la salud de su territorio, el Lago Uru Uru, en Bolivia, que se extiende frente al lugar donde ha crecido. “Cuando mis abuelos vivían, el agua period cristalina y las aves volaban en grupo”, recuerda la joven aymara. Pero, en 2019, cuando tenía 20 años, en una caminata que hizo, los dejó de ver. Los pocos que quedaban, estaban enfermos o muertos.
Los desechos de una minera cercana, que se asentó a unos 20 minutos, sin consultarles, contaminaban el lago. A esto se sumó la caída de desechos y toneladas de plástico que venían de la ciudad de Oruro, que también toca con uno de los extremos del cuerpo de agua. “Toda esa alegría que transmitía de una u otra forma el lago a nuestra comunidad, que nos mantenía unidos, se fue desmoronando”, cube la joven. “Ya no había agua, cultivos, tierra fértil, ni medios de producción”.
El paisaje es ahora diferente. Resiste. De a poco, los flamencos vuelven. “Hemos notado a algunos volando de un lado a otro, cerca a las totoras que plantamos. La naturaleza agradece”, cube. Desde 2020, tras protestar y sospechar que las demandas contra el Gobierno para frenar la minera no iban a ser escuchadas —o que eran un camino muy largo ante la urgencia— Blanco y un grupo de jóvenes crearon el Uru Uru Staff. Decidieron rescatar el lago ellos mismos, a través del conocimiento ancestral, de sus saberes indígenas.
“Nuestros ancestros filtraban las aguas para el ganado con las totoras”, cuenta, refiriéndose a una planta nativa, acuática y conocida en la ciencia como Schoenoplectus calfornicus. Así que decidieron ponerla a prueba, pero bajo condiciones más extremas. “Aguas que huelen horrible y con el coloration totalmente negro”, aclara. Al principio solo sembraron 300 plantas.

El riesgo, explica la joven, es que cuando son pequeñas, al ponerlas tan cerca al agua, en terrenos pantanosos, las totoras se pueden hundir. “Entonces Alejandro Huaylloni, un compañero de la comunidad, tuvo la thought de tomar las botellas de plástico que también afectan el lago y utilizarlas como balsas flotantes”. Pusieron a los retoños en estas ligeras macetas y evitaron que el fango se las comiera.
La prueba fue exitosa, aunque requirió tiempo. “El primer mes las totoras estaban grises. Pensamos que no iban a sobrevivir. El segundo mes nos pusimos felices porque las raíces se veían verdes, aunque arriba seguían marrones. Y al tercer mes recuerdo que ya empezaron a verdear todas y es ahí cuando dijimos: ‘¡Guau, han conectado!”.
Desde entonces han plantado 3.000 totoras, que están regenerando al Lago Uru Uru. Blanco lo sabe por la presencia de los flamencos. Igualmente, análisis realizados por la Embajada de Suecia, que los apoya, también lo respaldan. “Lo que nosotros estamos haciendo también es ciencia”, cube con énfasis.

En el camino han aparecido otros retos. Frente a la escasez de vegetación, las pocas vacas de la comunidad se empezaron a acercar a las totoras para comérselas. “Tuvimos que poner mallas protectoras”. Para costear las mallas, así como distintos elementos que necesitan, como botas y tapabocas para meterse a un lago que aún hoy libera olores insoportables, venden lo que produce un huerto comunitario que también crearon. Es un proyecto redondo.
Blanco y el Staff Uru Uru han recibido varios reconocimientos, incluyendo uno de la ONU, otro de la Convención sobre los Humedales Ramsar, y el del programa Restoration Stewards 2024 del International Panorama Discussion board. Esta última organización también la acaba de elegir como una de las ocho mujeres del mundo que tienen una nueva visión de la Tierra, bajo el marco de la conmemoración del 8M.

“Sabemos que el Lago no volverá a ser como antes”, confiesa la lideresa. “Nuestro fin, entonces, es que el lago se recupere, que el huerto vaya creciendo y que podamos recuperar esa soberanía alimentaria que antes teníamos”. Quieren convertirse en un laboratorio de saberes ancestrales. Pronto probarán con otra planta nativa, la chijchua, y han creado espacios de educación ambiental y diálogos con su propia comunidad.
Cada vez que un medio de comunicación va y los visita para contar lo que están haciendo, Blanco les pide que aporten, haciendo que planten una totora. “Es una contribución no a nosotros, sino a la casa grande, porque todo en este mundo está conectado”, recuerda. “La disaster climática afecta nuestra identidad como indígenas y hacer esto, volver a ver a los flamencos volar, ha sido una forma de reivindicarnos”.