Envejecer tiene muchos aspectos desagradables, pero hay vidas largas que nos permiten, cuando se suman los decenios, tener experiencias vitales múltiples y diversas. Aunque he pasado la mitad de mi vida en una nación en guerra consigo misma, mi natal Colombia, también puedo decir que la otra mitad la he vivido en numerosos países muy distintos: más de un año en México, un año y medio en Alemania, unos 13 años entre Italia y España, otro año largo (demasiado largo) en Estados Unidos, uno más en Holanda que se me hizo breve, y largas temporadas en Francia, Egipto, Grecia… He visitado, con muy pocas excepciones, todos los países americanos, todos los europeos, algunos del lejano y el cercano oriente y unos pocos de África. No quiero hacer alarde de cosmopolitismo (he tenido mucha suerte, eso es todo), pero sí me atrevo a afirmar, modestia aparte, que he podido observar y comparar muy bien cómo se vive en cada una de estas naciones.
Ya sé que Europa, muy sabiamente, en los últimos decenios ha resuelto renunciar a la arrogancia y al chovinismo y, efectivamente, esta es una de las virtudes de la edad tardía, la capacidad de no sentirse el ombligo del mundo y de no creer que se tiene la receta de la panacea common. Muy bien, conviene ser así, sobre todo en estos tiempos en que triunfan las veleidades coloniales y la arrogancia de los expertos en humillar siempre y en jamás ser humildes. Y, no obstante lo anterior, como no nací en Europa, me puedo permitir decirles a ustedes, amigos europeos, lo siguiente: la vida es dura y puede ser triste, injusta y angustiosa en cualquier lugar de la Tierra. De esto no se salva, por supuesto, el viejo continente. Pero no hay ninguna parte del mundo donde se viva menos mal que aquí, en Europa, y muy especialmente en ese milagro de convivencia civilizada que se llama la Unión Europea. Cuando mis amigos de esta parte del globo (como los quejumbrosos profesionales que son), se empiezan a lamentar de los males de Europa, de su decadencia, de su lentitud, de su vejez, de su excesiva prudencia, me toca siempre decirles: ¡esperen un momento, por favor! Viajen un poco, salgan de aquí, vayan al otro lado del Mediterráneo, al otro lado del Atlántico y del Pacífico, traspasen la frontera entre los países bálticos y métanse en Rusia y sus satélites, húndanse en África, en Indonesia o Vietnam, vayan a Venezuela o a Argentina, paseen por Cuba o Haití, métanse en Corea del Norte si los dejan entrar, dense una vuelta por la pesadilla del Midwest americano, vayan a Egipto o a Sudán, caminen por Nigeria o por la India, asómense a Pakistán, vengan a Colombia, sufran la teocracia de Irán o escarben en la monarquía polígama y misógina de Arabia Saudí, y después hablamos.
El discurso de Donald Trump pretende contagiar a Europa, intenta inocular aquí también el virus falso de que los países europeos viven en la miseria moral y en la decadencia social y económica; en la contaminación por razas inferiores. Make Europe Nice Once more!!! No, no, por favor. La pequeña Europa (apenas una península de Asia occidental que se resiste al despotismo oriental) es grande, grandísima, y lo que ha conseguido en los últimos ocho decenios es portentoso. ¡Decir lo contrario es falso, es una mentira del tamaño de los Estados Unidos, Canadá y Groenlandia juntos!
Que triunfe el feminismo no es decadente; que gays y trans no tengan miedo a serlo es magnífico; es esperanzador que el racismo sea vergonzoso; que haya seguridad social (salud, vivienda y educación pública de calidad) es socialismo, y qué, porque es del bueno; que triunfe el cosmopolitismo no es degradante; que las ciudades sean variadas y multiculturales es hermoso y estimulante; que pueda haber premios Nobel españoles o británicos, pero de origen peruano, pakistaní o caribeño, es maravilloso y regular; que en el deporte haya jugadores de todos los colores es estupendo (así una pequeña porción de la tribuna vocifere voxianos insultos idiotas contra ellos). Que quienes desarrollaron las vacunas que nos salvaron de la covid sean originarios de Turquía es extraordinario y debería hacer sentir a los europeos, no prepotentes como Trump, pero sí muy orgullosos de ser una región de fronteras porosas y de ciudades hospitalarias con los inmigrantes.
Lo que Europa ha conseguido en los últimos 80 años es extraordinario; no existe un mejor referente de convivencia civilizada en el mundo entero. No hay en ninguna parte del globo una realidad mejor (o, si quieren, menos mala) hacia la cual mirar con esperanza y deseos de emulación. Borges escribió unas palabras visionarias a principios de los ochenta: “En el centro de Europa están conspirando. Se trata de hombres de diversas estirpes, que profesan diversas religiones y que hablan en diversos idiomas. Han tomado la extraña resolución de ser razonables. Han resuelto olvidar sus diferencias y acentuar sus afinidades”. A los suizos que inspiraron esta unión de pueblos diferentes Borges les decía “los conjurados”. Esa es la maravillosa conjura de Europa cuando resolvió ser razonable, cuando al fin comprendió que debía renunciar a ser imperio, cuando abandonó sus guerras milenarias, el proteccionismo comercial y el apetito colonizador. Cuando quiso construir, desde adentro, una sociedad común, solidaria y diversa, abierta al mundo y ejemplo para el planeta.
Hace poco un enviado de Trump, J.D. Vance, vino a Europa a decir que esta Unión estaba en decadencia. En cierto sentido, se puede estar de acuerdo con Vance cuando dijo que la peor amenaza para Europa no viene de afuera (Rusia) sino de adentro. Es verdad, pero por motivos completamente contrarios a los esgrimidos por el emisario del emperador: la democracia europea está en riesgo porque interiormente tiene partidos volcados al racismo, a la destrucción de la concept de Europa, y con una monserga populista contraria los ideales democráticos. Este germen totalitario lo encarnan, principalmente, los partidos de extrema derecha europeos que aspiran a gobernar, al estilo de AfD en Alemania o Vox en España o el que ya gobierna en Hungría. Si Viktor Orbán siente tanta admiración por Vladímir Putin y su tipo de gobierno debería proponer a los húngaros la salida de la UE y la adhesión de su pueblo a la admirable Federación Rusa.
Claro que hay que consolidar un cinturón sanitario que reduzca a su mínima expresión a estos partidarios del racismo, la negación de la verdad y la libertad de mentir y desinformar. Trump y Putin, ahora aliados en sus ambiciones imperiales, son la negación de los ideales democráticos acunados y cultivados en Europa. Europa no debe volver a ser grande en el sentido imperial que ellos auspician. Europa ya es grande, a su manera unida, discreta y solidaria. No hay que buscar una falsa grandeza, sino defender lo grande, lo grandísimo, que ya han conseguido los países europeos cuando resolvieron vivir en paz y defender las concepts, todavía muy vivas y muy válidas de la Ilustración.
Lo que le molesta a Trump no es la debilidad de Europa, sino su grandeza, su ecologismo, la defensa de su belleza, el poder seductor de su modelo económico y cultural. La tasa de homicidios y de inseguridad en el país de Trump es seis veces más alta que la de España. La esperanza de vida, la salud, la educación o el transporte públicos son infinitamente mejores en Europa que en Estados Unidos. Con un PIB inferior al de Norteamérica, la población europea vive en condiciones mucho más amables y mucho menos desiguales que la estadounidense. Los Trump y los Vance no desprecian a Europa, la temen. Le temen a que siga siendo estupendamente seductora: un ejemplo de paz, belleza y democracia para el mundo entero.