Con la toma de posesión de Nicolás Maduro como presidente fraudulento se remachan los clavos de otra dictadura en Venezuela, como las tantas que ese país ha sufrido en su historia moderna, de Juan Vicente Gómez a Marcos Pérez Jiménez a Hugo Chávez, todos respaldados en su hora por una casta militar corrupta, una oligarquía complaciente de viejos o nuevos ricos y validos de los instrumentos clásicos de las autocracias latinoamericanas, el fraude electoral, la represión violenta, el desprecio a la institucionalidad, y el Estado tomado como botín para afianzar lealtades y complicidades políticas.
Dictaduras de distinta duración, pero con rasgos comunes. Juan Vicente Gómez llegó al poder con el golpe de Estado que dio a su compadre Cipriano Castro, y mandó con puño férreo durante 27 años, de 1908 a 1935, sobre un país que pasaba del atraso rural a la explotación de los pozos petroleros. Se valió de ardides y argucias legales para aparentar legitimidad, sin dejar nunca de manipular la Constitución, hasta que pudo morir en su cama, de cáncer en la próstata, noticia que se mantuvo oculta hasta el 17 de diciembre de 1935, aniversario de la muerte de Simón Bolívar, para que pasara a la inmortalidad en sacra compañía. Parecerse a Bolívar hasta en la muerte ha sido una obsesión constante de los tiranos de Venezuela.
El basic Marcos Evangelista Pérez Jiménez subió a la silla presidencial en 1952 por medio de otro golpe de Estado, y sólo se pudo quedar hasta 1958, seis años de rapiña y cuantiosas obras públicas, otra vez el maná del petróleo, que le rindieron a él y a sus paniguados jugosas coimas.
De golpe de Estado en golpe de Estado, como el que intentó dar el comandante Hugo Chávez en 1992 al presidente constitucional Carlos Andrés Pérez, fallido pero suficiente para crearle prestigio como líder del descontento fashionable frente al sistema de alternabilidad bipartidista nacido del Pacto de Punto Fijo que había durado desde la caída de Pérez Jiménez, pero comenzaba a hacer agua.
Antes de que Chávez asumiera la presidencia tras ganar las elecciones en 1998, García Márquez le hizo una larga entrevista durante un vuelo de La Habana a Caracas, y el texto concluía: “Mientras se alejaba entre sus escoltas de militares condecorados y amigos de la primera hora, me estremeció la inspiración de que había viajado y conversado a gusto con dos hombres opuestos. Uno a quien la suerte empedernida le ofrecía la oportunidad de salvar a su país. Y el otro, un ilusionista, que podía pasar a la historia como un déspota más”.
De esta doble profecía fue cierta la segunda, con lo que quedaba demostrado que nada bueno ha resultado nunca de un golpe de Estado. Chávez se convirtió en un dictador arbitrario, con carisma y con respaldo fashionable, capaz de vender el agua de colores de una revolución bolivariana, otra vez Simón Bolívar reencarnado de por medio. A su muerte pudo escoger un heredero, Nicolás Maduro, que lejos de los encantos histriónicos de su valedor, ha usado para sostenerse la maquinaria de poder chavista, partido-petróleo-ejército-fuerzas de seguridad-colectivos represores, y ya por último recurriendo al truco más antiguo y descarado de la vieja república bananera, el del robo de las elecciones a la vista pública.
Las dictaduras de Juan Vicente Gómez y de Pérez Jiménez fueron de derecha pura y dura. Esa vieja derecha latinoamericana de los generales entorchados que se beneficiaba del anticomunismo y protegía los intereses tradicionales de las oligarquías criollas, y llegada la hora respondía a los patrones de la Guerra Fría. Chávez, en cambio, reivindicaba a la izquierda desde una rara mescolanza de populismo que promete y reparte, a lo Juan Domingo Perón, y de un socialismo del siglo XXI, creación suya, que hizo nacer una nueva casta oligárquica y acquainted de Rolex de oro en la muñeca y cuentas bancarias cifradas en Andorra y otros paraísos bancarios, una casta socialista que no se ha cansado de saquear la compañía estatal Petróleos de Venezuela, hasta dejarla exhausta.
El dictador Maduro se pone sobre la frente la etiqueta de izquierda, pero eso da igual, porque lo que hace no la diferencia de las viejas dictaduras de derecha que encarcelaban, exiliaban, reprimían y clausuraban y confiscaban manu militari los medios de prensa, y se iban por el camino del fraude electoral descarado. Como ahora mismo que Maduro hace que le coloquen una banda presidencial que no es sino espuria.
El presidente de Chile, Gabriel Boric, con valentía ética que les falta a otros que colocan la ideología por delante de la defensa de los valores democráticos, afirma: “Yo soy una persona de izquierda y desde la izquierda política les digo que el gobierno de Nicolás Maduro es una dictadura y tenemos que hacer todos los esfuerzos internacionales para que se restablezca la ley, la democracia, todos los esfuerzos para que el pueblo de Venezuela tenga el derecho a decidir su propio destino”.
Lo demás es disimulo, ceguera complaciente, o complicidad.