No hay palabra inocente pero existe la palabra inocente —y en nuestros diccionarios aparece primero como el contrario perfecto de culpable. Toda persona es inocente mientras no se demuestre que es culpable, cube el sonsonete democrático. O sea: mientras la policía y la justicia y otros cuerpos poderosos del Estado no hayan conseguido y evaluado evidencias de que esa persona cometió tal o cual delito. Todo lo cual sería muy bonito si no fuera porque es bastante falso: en nuestras sociedades mediatizadas, una acusación sin mucho fundamento pero bien reflejada en radios, teles, redes y demás pasquines alcanza para que millones decidan que fulano o mengana son culpables de fechorías horrendas —y, por lo tanto, merecedores de la condena social o política que se les ocurra.
Lo curioso es que, en esos mismos diccionarios, ser inocente también es ser un poco tonto. La palabra latina in-nocens definía al que no period capaz de hacer daño, el no-nocivo. Y, de ahí, dos acepciones: el que no tenía la malicia suficiente como para dañar, por un lado, y por otro el que —supuestamente— no podía tenerla: el niño. De donde ese episodio siniestro de la tradición cristiana, que ninguna evidencia sostiene y cuenta que el rey Herodes, temeroso del nacimiento de un posible jefe revoltoso, mandó matar a todos los niños de Belén como si fueran de Gaza. Desde entonces cada 28 de diciembre los cristianos recuerdan a los Santos Inocentes, esos chicos asesinados para que no fueran mayores ni fueran a mayores, sus primeros mártires —y decidieron que, para evocarlos, lo mejor period contarnos chistes.
Siglos después, cuando aparecieron, los periódicos combinaron los dos sentidos de la palabra inocente y usaron su Día para incluir engaños basados en la supuesta inocencia de su receptor. Esos medios, que hacen de inocentes culpables, también hacen “inocentadas”.
El día es hoy. Otras culturas usan para eso el 2 de abril, menos sangriento: franceses e italianos, metafóricos, lo llaman Poisson d’Avril o Pesce d’Aprile —pescado de abril—, allí donde los anglos no se andan con vueltas: para ellos es el Idiot’s Day, el día del tonto. Para nosotros es hoy: desde hace décadas nuestros medios se divierten incluyendo cada 28 de diciembre una noticia falsa que les permitirá decir a sus consumidores “que la inocencia les valga”. Es un viejo truco y todavía les sirve: al decirte que un día al año publican algo que no es verdad te están diciendo que 364 días al año sólo publican cosas que sí lo son, sin duda. Que son “la realidad”, verdades más o menos absolutas que debemos leer con confianza más o menos ciega: creerles.
Pero hoy los lectores somos diferentes: recorremos nuestro medio amigo —¿nuestro medio amigo?— con la alarma activada. Sabemos que en algún lugar se esconde la falsía confesa y, por supuesto, queremos detectarla: uy, cube que la ahogó en una playa boliviana; no, pero viste esta que habla de un supuesto rey de España; bueno, y esta de que el Metropolis le compró al Pep una peluca verde…
Es el momento más fecundo de nuestra relación con los medios: cuando la recepción confiada se transforma en mirada suspicaz, en crítica encendida —pensar sobre eso que nos cuentan. Por lo cual he llegado a proponer una ley del 28 de diciembre, que obligara a los medios a incluir, todos los días, una noticia falsa —para que sus lectores, sabiéndolo, ejercieran todos los días esa lectura crítica.
Ni los políticos ni los editores lo querrían: tanto las grandes empresas periodísticas como los grandes gobiernos periodísticos necesitan que sus consumidores o súbditos les crean cuanto más mejor. Pero en muchos lugares la dinámica social, en su sabiduría levemente merciless, se adelantó a las leyes improbables. En muchos países los enfrentamientos entre gobiernos y medios lograron que la mayoría de los lectores sospecharan que cada texto publicado tiene su sesgo y sus supuestos y aprendieran a leer con espíritu crítico. Sólo que por ahora esa falta de fe es una cuestión de fe: los lectores desconfían de los medios que algún medio les cube que no son de confianza. Han elegido en qué creer para no creer y mantienen sus creencias, como está mandado. Con lo cual aceptan inocentadas continuas e imposibles de sus medios elegidos y rechazan cualquier verdad —honesta, comprobable— de sus aborrecidos.
Nos hemos vuelto todos inocentes: nos creemos pequeños mártires de algún rey paranoico y, al mismo tiempo, somos todo lo paranoicos que podemos: ¡a mí no me van a tomar por inocente!
Así estamos. Y es obvio que esta columna incluye una noticia falsa.