Hay una paradoja en el pensamiento progresista de una ingenuidad casi infantil: la creencia de estar mandando al traste lo anterior, pero fundando lo definitivo. Como si el mundo empezara y acabara en nosotros, como si las generaciones del mañana no fueran a cuestionar los dogmas y valores de hoy tal y como hemos hecho nosotros con los de ayer.
La realidad es que nadie sabe cuando puede convertirse en un fascista. Probablemente en unos años o décadas usted y yo lo seamos por opiniones o certezas que hoy nos parecen de perogrullo. Hace no tanto, nadie imaginaba que decir que las mujeres no tienen pene pudiera ser algo fascista. No se preocupe, es un chiste. Y, además, no es mío: es de Ricky Gervais y está en SuperNature (Netflix).
Hice ademán de llevarme la mano a la boca cuando lo escuché, como una señora victoriana a la que le hablan de follar. En su monólogo, Gervais hace bromas sobre los enfermos de sida, los niños muertos o el Holocausto. Pero nada me escandalizó tanto como cuando bromeó sobre las personas trans, seguramente por ser, de entre el colectivo LGTBI, las más maltratadas y peor comprendidas, lo cual les ha hecho convertirse en la vaca sagrada del liberalprogresismo, amén de la minoría más sobrerrepresentada en el debate público. En la pirámide invertida de opresiones de la Internacional Progresista, el hombre varón blanco cisheterosexual estaría en la base (independientemente de su clase social), y las personas trans ocuparían la cúspide (también independientemente de su clase social). Esto daría lugar a paradojas como que Caitlyn Jenner estuviera más oprimida que el obrero redneck que le alicató el baño de la mansión, pero ese no es el asunto que hoy nos ocupa.
Hoy quiero hablarles de la última vez que hice ademán de llevarme la mano a la boca con un chascarrillo de mal gusto: fue ayer, cuando, en X, me encontré una ristra de tuits antiguos de Karla Sofía Gascón, la española candidata a mejor actriz en los Oscar. Karla Sofía es la primera mujer trans que opta a una estatuilla, así que no sé si le ofendería el chiste de Gervais, pero ella se despachaba a gusto con comentarios como “¿en qué nos han metido cuatro chinos por comer mierda?”, cuando la covid, calificaciones como “putos moros”, preguntas como “cuántas veces más la historia tendrá que expulsar a los moros de España”, o anécdotas como “cada vez que voy a recoger a mi hija al colegio hay más hembras con el pelo tapado y el faldón hasta los talones. Lo mismo el año que viene en vez de inglés tenemos que dar árabe”.
La actriz no ha pedido perdón en sus redes, pero sí a través de un comunicado enviado por la productora de su película. Un perdón narcisista, hablando de ella “como miembro de una comunidad marginada”, pero perdón al fin y al cabo. Sin embargo, lo que tenemos que agradecerle a Karla Sofía no es esa disculpa ombliguista, sino haber llevado la inclusión a su grado máximo: recordarnos que hay indeseables de todas las formas y colores.
Lo más curioso del caso es el silencio de nuestros partisanos locales, esos políticos, periodistas y opinólogos que ven fascismo y ultraderechismo hasta debajo de las piedras, pero a los que con esto les ha entrado mutismo selectivo. Si estos tuits los hubiera firmado un actor español sospechoso de compadrear con la derecha, un deportista joven del que, se rumorea, vota a Vox, o un presentador con el sambenito de facha, probablemente habría sido elevado a cuestión de Estado. Porque a veces no es el qué, sino el quién.