Ya decía Primo Levi que el mero hecho de ser víctima no ennoblece a nadie. El sufrimiento no mejora el carácter, no hace buena a la persona ni tienen por qué doblegar el corazón si es que uno lo tiene duro. Las víctimas son la prueba fehaciente del horror y merecen el respeto y el reconocimiento social, la reparación, el recuerdo constante para que la ignominia no vuelva a repetirse, pero eso no quiere decir que la razón esté siempre de su parte. Esta es una verdad difícil de sostener en un presente en el que la condición de víctima se ha convertido en el paso imprescindible para alcanzar una especie de santidad laica que eleva a una persona a los altares en representación de un colectivo. Con cierta incomodidad contestó Caroline Darian, la hija de Gisèle Pelicot, cuando le preguntaron en la presentación de su libro, Y dejé de llamarle papá, qué le parecía que hubiera una iniciativa en Francia para proponer a su madre al Premio Nobel de la Paz. Darian, la primera admiradora del coraje que ha mostrado Gisèle, se preguntaba por qué la gente sentía esa necesidad de convertirla en una especie de musa. Mi madre, decía, abrió las puertas de un juicio para que los culpables no se refugiaran en el anonimato, algo que de paso ha servido para que se mostrara cómo el sistema judicial permite, en demasiadas ocasiones, que los defensores del culpable basen su estrategia en hurgar en la herida de las víctimas y hacerlas sentir humilladas. Pero mi madre, añadió Darian con amargura, no necesita eso, no necesitamos eso, hay muchas víctimas que luchan como hemos luchado nosotras.
Lo que ha ocurrido esta semana con Karla Sofía Gascón es, sin duda, una historia de este presente en el que los giros de guion nos asaltan. Al aplauso celebratorio del trabajo cinematográfico de Gascón se sumaba la necesidad imperiosa de convertirla en una suerte de heroína de nuestro tiempo y los dos logros, el relativo al arte y al activismo, confluían en un mismo ser verdadero para regocijo de quienes han decidido que cada película ha de abanderar una causa. Pero hay un gran peligro en asumir ese papel protagónico de carácter ethical cuando se aspira a algo tan codiciado como un Oscar, y es que siempre van a escarbar en tu pasado. Lo hacen con cualquiera. No hay que buscar motivos conspiranoicos. Ahora cuentan con ese arcón de la estupidez que son las redes, donde si se aplican a ello pueden encontrar rastros de algunos pensamientos mezquinos, muy contrarios a la imagen pública que estamos abanderando en el presente. Y este es también un relato de nuestro tiempo, porque al pecado descubierto sigue el consabido perdón y con algo de suerte llegará la redención. Ha sido un argumento común en la narrativa americana. Hay otro elemento en danza que debiera hacernos reflexionar: dividir las identidades en compartimentos estancos está siendo perturbador para la causa normal de los derechos humanos. La identidad, la condición sexual, racial, cultural o religiosa no puede convertirse en un parapeto que nos protege y nos exime de cualquier responsabilidad con los otros. Cuando tras pedir disculpas la actriz afirma que precisamente el hecho de haber recibido desprecio por su condición le permite hoy empatizar con el dolor de otros seres humanos, leo sus palabras y asiento: es que así debe ser, pienso, y así debiera haber sido para que sus buenas intenciones fueran hoy del todo fiables. Es una historia de tantas que se vienen sucediendo y que conducen a preguntarse cuánto trabajo debe hacer la izquierda para atar de nuevo los cabos, los cabos que nos unen más allá de lo singular de cada identidad; cuándo encontraremos esa causa común para que quien exige reconocimiento y respeto hacia su condición sea capaz también de tenerlos hacia quienes no son del mismo colectivo, asumiendo, aunque duela, que puedes ser víctima de un prejuicio y a un tiempo culpable de albergar otro.