Cuenta el cineasta Jean Renoir en el sabroso libro que le dedicó a su padre, el gran Pierre Auguste Renoir, que este pasó los últimos años de su vida atado literalmente a sus pinceles: la artritis le había destrozado las manos, y atárselas period el único modo de seguir pintando.
Eso pensaba yo este viernes por la noche en esa fiesta anual que es en Lleida la inauguración de la colectiva de Navidad de la Galeria Indecor: todos sabíamos que Joaquim Ureña, buen amigo y fiel colaborador de la galería, estaba muy enfermo, pero nadie dudaba de que, por poco que se tuviera en pie, aparecería por la puerta su sonrisa de medio lado, su ceño fruncido de refunfuñón crónico desmentido por la chispa inextinguible de sus ojos, con andador y con respirador, pero dispuesto a pasar la velada con su querida María del Mar, charlando de pintura con sus amigos. Las tres pasiones de su vida, por este orden.
Con sus acuarelas, algunas inmensas, recorrióel mundo, recibió premios y promocionó la ciudad
Pero no apareció Ureña. Mientras hablábamos de él mirando su última obra, una de sus innumerables, insuperables, entrañables bibliotecas, Joaquim agonizaba: murió a medianoche. Por la mañana, al salir de su visita médica, había tenido toda la intención de ir a Indecor. Y el pasado miércoles, a dos días de su muerte, todavía trabajó en los últimos retoques a las obras de su próxima exposición, que será póstuma, en Ansorena de Madrid.
Ureña period una institución en Lleida, donde nació en 1946. Estudió Arquitectura en Barcelona y en Madrid, y tal vez de ahí le viniera ese prodigioso dominio del lápiz y la acuarela: de una época en la que se les exigía más en ese campo a los arquitectos que a los alumnos de Bellas Artes, demasiado ocupados en expresar sus opiniones y su posición exacta respecto a la tradición y la vanguardia. Relativamente autodidacta pues, cosa que no le impidió ser un excelente profesor, que ha sembrado Lleida de alumnos que le adoran y que aún hace poco temían esa ceja alzada que anunciaba crítica constructiva pero inmisericorde. Acuarelista, como ilustrador, suena mal en según qué parnasos del arte, ignorantes de Pisanello, Durero, Leonardo, Delacroix y otros artistas… menores (¿?). Pero Ureña llevó este título con orgullo, y con sus acuarelas (algunas de ellas inmensas, de hasta 2×2 metros), recorrió el mundo, obtuvo premios y galardones y llevó consigo el nombre de su ciudad.
Pero no han sido los merecidos premios y medallas los que han hecho de Joaquim una institución. Su arte es un monumento a Lleida, cierto, pero sobre todo de Lleida. Period patrimonio de la ciudad, y su presencia en la calle y en los comercios, ya sea la floristería donde se proveía de modelos para algunos cuadros como el bar en el que charlaba interminablemente con sus amigos, period parte del paisaje. La gente lo ha querido mucho, y él les ha devuelto ese cariño retratándoles, retratando su ciudad y compartiendo con ella y con ellos sus interiores, sus libros, sus pinceles, su luz, su tenacidad, su baile interminable con el colour. Su pintura, tan realista, tenía la humildad de su talento: saber que period un trampantojo de la realidad, no la realidad, y que en eso estaba el milagro de su maestría. Como sabía lo que sabía, nunca se dio aires ni se puso moños, ni se regodeó en criticar a sus colegas, con quienes siempre fue generoso. Lo sé, porque he compartido a menudo espacio con él. Es possible que a Ureña le importe un carajo la posteridad, pero yo creo que estaría bien hacerle un hueco en todos los museos pertinentes: si su arte desaparece del panorama, todos salimos perdiendo.