La 97ª edición de los Oscar está marcada por la polémica sobre Karla Sofía Gascón, la primera mujer trans nominada a mejor actriz, quien se ha visto envuelta en una polémica debido a antiguas publicaciones ofensivas en redes sociales. Este escándalo también ha salpicado a Emilia Pérez, la película que protagoniza y que aspira a trece estatuillas, al punto de que Netflix decidió apartarla de la promoción. Aunque el narcomusical ha recibido elogios de la crítica, la presión mediática podría impactar negativamente en su recaudación. En este contexto, surge un debate sobre si los estudios pueden incluir cláusulas contractuales para protegerse de disaster reputacionales y hasta qué punto pueden investigar el historial público de sus actores.
Las cláusulas cortafuego son una práctica común en la industria audiovisual, señalan los expertos. Iban Diez, socio de Menta Authorized, explica que “se puede obligar al trabajador a que no emita opiniones en contra de la reputación de la productora y del producto en el que está participando mientras dure su relación laboral”. Estas restricciones abarcan no solo el rodaje, sino también la promoción y el marketing de la película. Eso sí, el abogado subraya que, para respetar la libertad de expresión, las exigencias deben estar dirigidas exclusivamente a proteger a la empresa y su producto.
Además, existen cláusulas de confidencialidad que buscan prevenir la divulgación de información wise del proyecto, añade Inés de Casas, asociada sénior de Elzaburu. Según explica, la plataforma puede incluso “incluir un código de conducta que el artista debe cumplir durante la duración del contrato”.
Elena Ordúñez, socia de derecho audiovisual y propiedad intelectual de Ecija, confirma que “desde hace años se incluyen cláusulas de este tipo en muchos contratos de las grandes compañías de producción y distribución de cine americanas, conocidas como majors, así como en las plataformas de streaming”. Sin embargo, estas cláusulas aún son infrecuentes en Europa. Según explica la abogada, suelen afectar a los puestos clave, como “el director y los actores principales, entre otros”, y permiten a la productora resolver el contrato si considera que se ha cometido un incumplimiento grave.
Ya existen precedentes. Gina Carano, famosa por su papel en The Mandalorian, demandó a Disney tres años después de su despido por unos comentarios en redes sociales en los que comparaba a los republicanos con los judíos en la Alemania nazi, unas manifestaciones injustamente interpretadas según la actriz.
Estos encontronazos evidencian la complejidad de los despidos disciplinarios por calentones en redes sociales en el ámbito audiovisual. En España, el Estatuto de los Trabajadores contempla como causas de despido la transgresión de la buena fe contractual o las ofensas al empresario. Como explica Diez, el desafío radica en determinar cuándo las opiniones de los empleados, como las de Carano, afectan realmente la reputación de la productora o la taquilla del proyecto. Inés de Casas es tajante: “Un despido debe basarse en criterios objetivos, salvo cuando las opiniones involucren discursos de odio, incitación a la violencia o sean contrarios a la ética empresarial o código de conducta incluido en el contrato”.
Por su parte, Jorge Sarazá, socio del área laboral de Ceca Magán Abogados, argumenta que “en common es muy cuestionable imponer una cláusula que limite la libertad de expresión de las personas”. Sin embargo, apunta que, en ciertos contextos empresariales, como en compañías con valores específicos, se podría pedir a los empleados que no emitan opiniones contrarias a su esencia. Sarazá señala que, por ejemplo, “sería contradictorio” que una empresa que defiende la abolición de las corridas de toros tuviera trabajadores promocionando estos eventos.
La polémica sobre Karla Sofía Gascón plantea una cuestión un tanto distinta: ¿Deberían tener el mismo impacto las opiniones del pasado? Según Iban Diez, desde un punto de vista authorized, los comentarios previos a la contratación, aunque reprochables, no justificarían un despido disciplinario por ser anteriores a su vinculación con el proyecto.
Ahora bien, aunque estos comentarios no pueden ser motivo de despido, ¿podrían influir en la decisión de contratar a alguien? Si bien se trata de un tema delicado, Diez señala que en el proceso de selección “no todos los criterios son estrictamente objetivos”. Además de evaluar el talento, las empresas también consideran principios y valores alineados con su código ético, el cual es “accesible para todos”. La revisión de antecedentes o background checks es una práctica “perfectamente lícita”, afirma el abogado, ya que “el talento seleccionado será la imagen de la productora y, en cierto modo, embajador del proyecto durante toda su promoción”.
David Gómez, socio director de Baylos, coincide en la importancia de este análisis y señala que las productoras “deben conocer la información publicada” y evaluar cualquier posible riesgo, siempre dentro de los límites legales de privacidad y protección de datos.
La línea roja de esta investigación está clara: descartar a un artista por su raza, orientación sexual, religión, creencias o cualquier otra condición private constituiría una discriminación prohibida por ley. “Basar decisiones en el resultado obtenido de forma discriminatoria o sin aplicar criterios objetivos podría implicar consecuencias legales”, advierte Inés de Casas.
Lo cierto es que el caso de Karla Sofía Gascón ha puesto en alerta a la industria. Araceli Pérez-Rastrilla, productora de La Vida SL, advierte que la frontera entre vida private y profesional es cada vez más difusa, especialmente con la exposición en redes sociales. En su opinión, no se puede investigar el pasado de cada contratado sin caer en una vigilancia “distópica”. Aunque reconoce que “como productores siempre intentamos que nuestro proyecto tenga la menor polémica posible”.
Maldita hemeroteca
La controversia en torno a Emilia Pérez y su protagonista abre un debate sobre si las personas deberían ser penalizadas por opiniones del pasado que quizás ya no sostienen. En este contexto, David Gómez, socio director de Baylos, señala que “el derecho al olvido permite que las personas impidan la divulgación de información obsoleta o irrelevante en web”. Sin embargo, la dificultad radica en definir cuándo esa información pierde “el interés público”, ya que “puede tener valor para fines históricos, científicos o estadísticos”. Gómez aclara que cada caso debe evaluarse individualmente.
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