El 9 de abril de 2025, miércoles de esta semana, pasará a la historia como el día en que Estados Unidos ejecutó de golpe sus aranceles en el nivel más alto desde los años treinta. De un plumazo, EE UU decidió revertir el proceso de gradual apertura económica recorrido durante décadas, incumpliendo unilateralmente múltiples acuerdos y tratados internacionales. A su vez, se reafirmó en su intención de anexionar Groenlandia y de reducir su contribución a la defensa de sus aliados. El mensaje es transparente: EE UU va a ir por su cuenta; por eso denominó el 2 de abril como “Día de la Liberación”. El hegemón benévolo que anclaba la geoeconomía planetaria desde la Segunda Guerra Mundial ha cambiado las reglas del juego y amenazado con el uso de la fuerza, comercial y militar, para conseguir sus objetivos. Ya nada será igual que antes.
Las razones de este drástico cambio resultan difícilmente comprensibles. La economía estadounidense se ha beneficiado enormemente de la apertura, que ha proporcionado acceso a sus empresas a un mercado world y le ha permitido financiarse a tipos de interés favorables. Las incontestables ventajas de que el dólar sea la moneda de reserva no se hubieran conseguido sin esa globalización comercial. Irónicamente, el concepto de reciprocidad, que ahora usa Donald Trump para justificar sus aranceles, surgió en los años treinta precisamente en sentido contrario: tras el desastroso impacto económico de los aranceles de Smoot-Hawley, EE UU ofreció, con la ley de Acuerdos Comerciales Recíprocos de 1934, reducciones de aranceles si había concesiones recíprocas de acceso a los mercados de otros países.
Mientras sus empresas gozaban de dominio competitivo y ganaban cuota de mercado world, EE UU favoreció la apertura. Hace aproximadamente una década, cuando las compañías estadounidenses empezaron a darse cuenta de que otros actores —sobre todo China— ganaban dominio competitivo, Washington decidió cambiar de estrategia y levantar gradualmente barreras comerciales, proceso que Trump ha culminado de manera agresiva. La conclusión está clara: la guerra comercial evidencia la debilidad competitiva manufacturera de EE UU. Un ejemplo: en 2015, EE UU exportaba unos cuatro millones de vehículos y China, solo un millón. En 2024, EE UU exportó 1,5 millones, mientras que China alcanzaba los 6,5 millones.
A esta debilidad competitiva se suma su fragilidad fiscal y el deterioro institucional. La trayectoria impositiva estadounidense resulta insostenible. Según las proyecciones de la Oficina Presupuestaria del Congreso, la extensión de las bajadas de impuestos que se debate en la Cámara pondría el déficit público cercano al 8%, y la deuda pública federal, por encima del 130% a finales de esta década. El desgaste institucional es palpable y muy preocupante: si el management parlamentario del Ejecutivo es cada vez más exangüe, los ataques del presidente Trump a la judicatura, la abogacía y la prensa —además de las purgas del Gobierno federal— han creado un sistema de terror que se desvía cada vez más de las prácticas democráticas.
Esta combinación de debilidad competitiva, fragilidad fiscal y deterioro del Estado de derecho explica el uso creciente y belicoso de las amenazas arancelarias, un arma multiusos que, según el momento, se argumenta que sirve para recaudar ingresos, atraer la inversión, reducir déficits comerciales, proteger la seguridad nacional u obtener concesiones de otros países que favorezcan a sus tecnoligarcas. Tantos objetivos, incompatibles entre sí, generan confusión y contribuyen a la volatilidad de los mercados financieros.
La guerra comercial que ha lanzado EE UU es una estrategia suicida, ya que un país con un abultado déficit comercial nunca podrá ganar un enfrentamiento de esa naturaleza: su déficit comercial existe porque el país necesita bienes que no produce. Y es todavía más arriesgada porque se enfrenta a un gigantesco rival, China, que lleva años preparándose para esta batalla y que no ha dudado en escalar el conflicto, sabedor de que tiene ventaja. En esta tesitura, la economía estadounidense se enfrenta a un parón de producción que podría gripar su industria y generar una recesión inmediata. Asomado al precipicio —y con los mercados financieros dando clarísimas señales de alarma—, Trump capituló y dio marcha atrás, suspendiendo los aranceles durante 90 días para todos los países excepto China, confiando en poder negociar acuerdos comerciales que eviten males mayores.
Pero el daño es irreversible. Las empresas van a tener que replantearse sus planes estratégicos en un entorno de altísima incertidumbre, lo que pausará la inversión y la creación de empleo. Además, la pérdida de credibilidad de la política económica de la Casa Blanca ha aumentado la prima de riesgo que los inversores demandan para invertir en activos estadounidenses, acelerando la salida de capitales. Sería bueno que Europa aprovechara este momento y acelerase los planes de emisión de eurobonos para ofrecer un activo de reserva líquido alternativo a los bonos del Tesoro estadounidense y captar así los flujos de capital que abandonan el dólar.
¿Qué hacer ante esta situación? Reaccionar con aranceles es tentador políticamente, pero supone un error, ya que dañan la economía nacional. La respuesta óptima, además de estimular la demanda, debería incluir dos componentes: apoyar a los sectores afectados —con subsidios y avales que faciliten la reestructuración de sus operaciones— e implementar las reformas necesarias para reforzar la economía y competir con éxito en este nuevo contexto, más volátil e impredecible. El coste de la inacción aumenta cada día que pasa.