Ya hay por ahí mapas en los que al golfo de México se le llama golfo de América. Algunos se han apresurado a cambiarlo; otros aún no lo han hecho y, como la agencia Related Press, han sido castigados con el veto de Donald Trump, que les ha retirado la acreditación para acceder al despacho oval y al avión presidencial. Google Maps, convertida en una autoridad por su poderío y su universalidad, mayores que los de cualquier organismo internacional, ha decidido tirar por la calle de en medio: para los usuarios mexicanos seguirá siendo golfo de México, mientras que para los estadounidenses se llamará golfo de América. ¡Qué bonito vivir en ese mundo digital, en el que la realidad se adapta complaciente a los deseos del consumidor! En ese metaverso o multiverso o como se llame, la realidad es esencialmente maleable y una cosa puede ser a la vez esa cosa y su contraria: sería como ver un Barça-Madrid en el que el resultado favoreciera a uno u otro equipo dependiendo de las simpatías del espectador.
Que Google haya tomado, aunque sea a medias, esa decisión implica reconocer a Trump un poder que no tiene: el de apropiarse simbólicamente de un territorio. Uno solo le cambia el nombre a algo si tiene acreditada su propiedad: para Google, ese golfo que comparten los litorales de ambos países y que por el lado oriental cierra la costa cubana pertenece en exclusiva a uno de los tres países, Estados Unidos, y a los otros dos ni siquiera hace falta consultarles nada. Que la historia esté del lado mexicano tampoco parece importar: sí, el golfo de México se ha venido llamando así y solo así desde mediados del siglo XVI, pero ¿qué importancia tienen para Trump (y para Google) cinco siglos de cartografía y geopolítica?
¿Qué importancia tienen para Trump (y para Google) cinco siglos de cartografía y geopolítica?
Vaya por delante que una parte de la culpa de todo este enredo la tiene el hecho de que América se ha acabado convirtiendo en una sinécdoque de Estados Unidos: los bolivianos o los ecuatorianos son tan americanos como los estadounidenses, pero solo a estos los llamamos americanos. ¿Cuándo empezó todo? ¿Cuándo empezó a identificarse una parte (Estados Unidos) con el todo (América)? ¿Tal vez cuando hace cerca de doscientos años se puso en circulación la doctrina Monroe, que proclamaba aquello de “América para los americanos”? Ese eslogan, que inicialmente podía interpretarse como una respuesta a los procesos coloniales protagonizados por las potencias europeas, acabó convirtiéndose en síntesis de un nuevo pensamiento imperialista: “América para los estadounidenses”.
Pero, en cuestión de toponimia, la virtualidad está lejos de ser novedosa: en 1982, cuando la Junta Militar argentina envió a unos cuantos miles de soldados a ocupar las islas Malvinas, estas eran al mismo tiempo las Falkland y las Malvinas, dependiendo de quién te contara la guerra. La denominación de un territorio, envoltorio de una soberanía actual o figurada, es el indicador más elocuente de su titularidad y suele reflejar la pugna constante entre fuerzas opuestas de la historia.
Con las plazas y las calles se produce un fenómeno no muy distinto. La plaza barcelonesa que ahora llamamos Francesc Macià fue antes José Calvo Sotelo y antes Hermanos Badia y antes Niceto Alcalá-Zamora. Y el paseo madrileño que ahora llamamos de la Castellana se llamó antes del Generalísimo y antes de la Unión Proletaria y antes de Isabel II… El vaivén de nombres resume una historia convulsa a la que los espacios públicos difícilmente pueden sustraerse y certifica el cambiante baile de las hegemonías políticas: poseer el nombre de la cosa es poseer la cosa.
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Que Trump se crea con derecho a cambiar la denominación de un golfo que no es suyo (o no solo suyo) es un gesto de hostilidad hacia su vecino del sur. También a su vecino del norte, Canadá, le ha enviado señales de animadversión. Las tradicionales relaciones de buena vecindad entre los tres países, unidos por un Tratado de Libre Comercio que ahora mismo parece papel mojado, se tambalean, y algo semejante podría decirse de la vieja amistad norteamericana con Europa, su socio histórico. Si el interés mutuo y la historia compartida no bastan para garantizar las necesarias relaciones de armonía entre las naciones, eso solo quiere decir una cosa: que se avecinan tiempos complicados.