“La muerte en las guerras tiene mucho trabajo. La muerte en las guerras nunca tiene prisa. Se lleva a unos y deja a otros para más adelante. Me dejó a mí y dejó al cabo Villegas. De mí no se llevó nada, del cabo Villegas se llevó una pierna, la izquierda”, escribió Miguel Gila en Y entonces nací yo. Memorias para desmemoriados. El mítico humorista madrileño, que luchaba durante la Guerra Civil Española en el bando republicano, en el Quinto Regimiento de Líster, fue apresado y puesto ante un pelotón de fusilamiento. A esas alturas de la contienda, en 1938, Gila no le tenía miedo a la muerte. Estaba tan agotado, tan devorado por los piojos, por el hambre, el frío, el cansancio y la sed, que morir podía ser una liberación. Pero, como en algunas de sus historias contadas posteriores, el absurdo se adueñó de la situación: “Nos fusilaron al amanecer, nos fusilaron mal”.
La muerte quiso dejarle para más adelante. Para mucho más adelante: Gila falleció el 13 de julio de 2001, a los 82 años, después de haber hecho reír a sus compañeros de regimiento con sus chanzas y sus dibujos, y a millones de españoles durante décadas con sus monólogos al teléfono, teniendo la calma y el cuajo, el genio y el brío, de hablar de la guerra y de su violencia como de una conquista del disparate. Del ya legendario “¿Es el enemigo? Que se ponga”, al brutal “Me han matado al hijo, pero lo que nos hemos reído”; del sentimental “La guerra llegó en el momento que peor me venía”, hasta el desmitificador “La guerra no estaba bien organizada. Es que no te avisan con tiempo”. Una parte de esos requiebros de la tragedia, de esas risas del espanto, son ahora parte ahora de la película de ficción ¿Es el enemigo? La película de Gila, dirigida por Alexis Morante y protagonizada con gracia y delicadeza por el debutante Óscar Lasarte, que imprime a sus parlamentos ese ritmo de fraseo y ese acento tan característicos del insigne cómico.
Basada en El libro de Gila. Antología tragicómica de obra y vida (Blackie Books), con guion de Raúl Santos y del propio Morante, hasta ahora especializado en documentales musicales (sobre Enrique Bunbury, Alejandro Sanz, Camarón de la Isla, Héroes del silencio y David Bisbal), aunque también con una estimable ficción infantil, El universo de Óliver (2002), que aunaba el cine estadounidense de los ochenta con la idiosincrasia española, ¿Es el enemigo? La película de Gila se centra únicamente en sus años de juventud, entre los 17 y los 20, con la convivencia en casa de sus abuelos, el alistamiento y la batalla, dejando fuera tanto la penosa posguerra, en la que penó en campos de prisioneros y cárceles, como su posterior carrera humorística en radio, prensa (La Codorniz y Hermano Lobo), teatro, salas de fiesta, cine y televisión.
Cómico complete
Gila fue el artista cómico total, con un humor insólito que podía ser al mismo tiempo absolutamente standard y tener la sutileza de la sonrisa más inteligente; intelectual, incluso. Y aunque inequívocamente private, influido por Ramón Gómez de la Serna y por la obra de los autores de la “otra generación del 27″: Miguel Mihura, Edgar Neville, Enrique Jardiel Poncela y compañía. Un humor negro asentado en el absurdo, pero teñido de una extraña ternura que hacía que esas situaciones tan ásperas se tornaran grises y hasta blancas. El cine español, sin embargo, nunca lo acabó de aprovechar. Actor en papeles generalmente cortos o muy cortos en una veintena de películas, apenas tuvo un pequeño puñado de protagonistas, entre los que destaca el de la estupenda El hombre que viajaba despacito (1957), de Joaquín Romero Marchent (“Tal vez la única película decente que hice”, clama en sus memorias), que además fue uno de sus tres únicos guiones, junto a El ceniciento e Historias de amor y masacre. Con estructura episódica de película de carretera, el libreto lo firmaron tres personas, incluidos Gila y el director, pero según todas las fuentes el ideólogo de cada uno de los gags period Gila en solitario, también autor de los dibujos que acompañaban a los títulos de crédito.
Ahora bien, su casi inexistente carrera podría haber cambiado con un poco de la suerte que le faltó en el cine y que le había colmado frente a aquel pelotón de fusilamiento en el que los soldados andaban demasiado borrachos para disparar y para preocuparse por el horrible tiro de gracia que no llegaron a ejecutar. Gila estuvo a punto de ser el protagonista de la magistral Mi tío Jacinto, de Ladislao Vajda, en lugar de Antonio Vico (se tuvo que conformar con un pequeño papel), y de la no menos soberbia Plácido, de Luis García Berlanga, antes de que se decidiesen por Cassen ante una falta de disponibilidad debida a otros quehaceres profesionales. Eso sí, a Gila eso del cine nunca le acabó de gustar como variante profesional. Como cuenta en sus memorias, después de haberse liberado de los madrugones de su época de mecánico se le hacía duro levantarse a las siete de la mañana y que le llevaran “a un campo lleno de moscas, a comer un bocadillo y una naranja a las 11 de la mañana”, y aquel constante “Secuencia ocho, toma 12″ y “Esperad un momento a que pasen esas nubes”.
Gila ya había puesto suficiente atrevimiento la noche del 24 de agosto de 1951, cuando, harto de lo que él definía como mediocridad, de que nadie comprara sus monólogos escritos, y en una situación económica complicada, decidió jugársela a cara o cruz en el desaparecido teatro Fontalba, en la Gran Vía madrileña, como un espontáneo armado de un sucio y viejo capote que salta al ruedo de Las Ventas. Se vistió de militar, se las arregló para, terminada la obra que se representaba, meterse en la concha del apuntador, y salir por allí diciendo: “Por favor, ¿la calle Serrano?”. El actor Fernando Sancho, casi aguantándose la risa, acertó a replicarle: “Perdón: ¿cómo cube?”. “¿No es esto la salida del metro Goya?”, continuó Gila. “No, esto es el teatro Fontalba”. Y lo que sigue, ya dirigiéndose al público, fue la primera llama de un genio de la comedia española monologada: “Les voy a contar por qué estoy aquí. Yo trabajaba de ascensorista en unos almacenes y un día en lugar de apretar el botón del segundo piso apreté el ombligo de una gorda y me despidieron. Me fui a casa y me senté en una silla que teníamos para cuando nos despedían. Entonces llegó mi tío Cecilio con un periódico que traía un anuncio que decía: ‘Para una guerra importante se necesita soldado que mate deprisa’. Y dijo mi abuela: ‘Apúntate, tú que eres espabilado”.
Ingenio, disparate y ternura. El resto es historia. La del hombre que viajaba despacito. La del hombre al que fusilaron mal. La del genio que siempre quiso hablar con el enemigo. Que se ponga.
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