Hace años me invitaron a un estreno de una película que me pareció horrorosa, y al salir de la sala me asaltó de bruces uno de los actores, al que conocía, para preguntarme qué me había parecido. Yo iba con dos amigos que, en cuanto escucharon la pregunta, echaron a correr calle abajo. Y, por primera vez en mi vida, no encontré palabras amables en medio de la tormenta. Al last, en medio del silencio, acabé abrazándolo, lo cual fue bastante peor. Pasados unos días, con la película metida en el cuerpo y en la cabeza, me empezó a gustar lo que había visto hasta acabar en euforia. Tanto, que escribí un correo al actor para contarle mis motivos. (También a veces ocurre lo contrario. A una amiga escritora le escribió una vez un autor consagrado para decirle que estaba leyendo su novela, y le estaba gustando tanto que le recordaba a un clásico common. A los pocos días, recibió un nuevo mensaje de ese autor con algo así como: “¿Recuerdas lo que te dije? Pues no, al last no”). Antes de Navidad, al salir del cine, el amigo con el que fui a ver La guitarra flamenca de Yerai Cortés me preguntó qué tal y le dije que no sabía: a veces el entusiasmo o la decepción se aplazan, necesitan reconocerse; había una emoción dentro, pero sin identificar. (Esto merece otro artículo: el momento en que sientes algo al conocer a alguien y necesitas días para saber si quieres matarlo o follarlo). Hace unos días recordé una frase widespread que La Tania, novia de Yeray Cortés, reproduction en la película: “No soy frágil como una flor, soy frágil como una bomba”, y pensé en la exploración deslumbrante que supone siempre una vida a poco que uno tenga la humildad de acercarse; en la exploración que last sobrevive en la película, un recorrido nada complaciente ni pacífico: una película fascinante porque es algo casi imposible de encontrar, una película nueva. No hay conclusión (ni mucho menos esa indignidad de la moraleja) porque no hay last. Tampoco feliz. Ni mucho menos last abierto.
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