El primer viaje del pintor Félix de la Concha a Estados Unidos fue en 1982. Llegó a Tampa Bay invitado por un “americano” al que había conocido “mientras el tipo hacía la ruta del Quijote a caballo”. El artista cogió “uno de esos vuelos espantosos de la época”, que le costó “35.000 pesetas”, ganadas “haciendo dibujos de humor en [el diario] Informaciones”. Aterrizó en Nueva York, tomó un Greyhound, y se plantó en el verano “merciless” de Florida.
El pasado otoño, en el que Estados Unidos seguía igual o más merciless, De la Concha volvió, 42 años después, al Estado del Sol, donde inauguró, al día siguiente de la victoria de Donald Trump, una exposición en el museo de Boca Ratón. Hasta finales de este mes, allí muestra el trabajo que hizo por encargo de la institución para conmemorar el centenario de la fundación de la ciudad y de la visión de Addison Mizner, el arquitecto que quiso crear “el enclave turístico más importante del continente norteamericano”. El artista ―que lleva décadas buscándole un nuevo sentido a la técnica de la pintura en plein-air, al aire libre, óleo sobre lienzo del pure― escogió el lugar desde donde Mizner empezó a dibujar el plano de Boca Ratón: el cruce entre la autopista Dixie y el Camino Actual con el edificio amarillo donde el urbanista instaló sus oficinas al fondo.
En un vídeo que acompaña a las pinturas en el museo ―que también expone una versión de De la Concha (León, 62 años) de Las meninas a tamaño pure hecha a partir de una reproducción a altísima resolución que Google hizo del cuadro― se ve al pintor acarreando el caballete portátil como un transeúnte/extraterrestre en mitad de los coches. Es su manera pertinaz ―llueva, caiga un sol abrasador o nieve― de hacer las cosas, un modo con el que lleva décadas tratando de atrapar, rincón a rincón y con el espíritu de un diarista, el alma de Estados Unidos. Aquí se instaló a finales de los noventa tras una infancia entre León y Santander, el paso por la Escuela de Bellas Artes (donde, cube divertido, le quedan para terminar la carrera dos asignaturas: “Pintura y Pintura del Paisaje”) y unos ochenta en el Madrid de la movida, donde su realismo, aplicado a los paisajes y las personas, era recibido con desdén por quienes se tenían por “modernos”.
Ese “esnobismo”, cube, sigue vigente en España, “donde aún hay mucha gente que mete en el mismo saco todo el realismo, un saco que asocian a lo casposo”. “Y si bien hay mucho realismo casposo”, admite, “no toda la pintura realista lo es”. A él nunca le importaron esas críticas de “quienes no saben ver”. “Me gusta pintar siempre del pure, sin retocar nada en el estudio, y alla prima [a la primera]. Me interesa la emoción del momento, cazar un instante que no se va a repetir”, explica el artista, sobre una técnica diametralmente opuesta al realista de cabecera de España, Antonio López: si este se regodea en el proceso (y en el cultivo de su leyenda), De la Concha salta ágil de un desafío al siguiente.
Así lo hizo a finales de los noventa durante un año con las 32 vistas de una esquina de Columbus (Ohio). A ese proyecto siguieron las 365 perspectivas, una por día, de la Catedral del Aprendizaje, el rascacielos gótico que domina Pittsburgh, la Ciudad del Acero, de la que ha retratado el barrio de Homestead, y en la que también se detuvo, por dentro y por fuera, en la casa natal de Henry Clay Frick, uno de esos industriales y mecenas de las artes que forjaron el pasado metalúrgico y cultural de Estados Unidos.
Aunque su proyecto más cononcido aquí tal vez sea Fallingwater en Perspectiva, serie de óleos con la Casa de la Cascada, obra maestra de Frank Lloyd Wright, como protagonista. Los pintó entre 2005 y 2006, por invitación de la organización que vela por la conservación de ese hito de la arquitectura del siglo XX, que Lloyd Wright erigió en mitad de la majestuosa naturaleza del Oeste de Pensilvania y sobre el curso de un arroyo.

Durante esos dos años, se alojó por temporadas al otro lado de la carretera. Retrató la casa en las cuatro estaciones por dentro y por fuera, con una serie de siete monumentales visiones desde el pie de la cascada incluida. “Me dieron libertad, con una condición: que los interiores los pintara siempre después de que se hubiera marchado el último turista o cuando la casa estaba cerrada en invierno. Pasé muchas noches ahí metido”, explica De la Concha, que aceptó el encargo como “un reto”: “¿Cómo plasmar desde la pintura uno de los iconos más fotografiados de la arquitectura? ¿Cómo verlo sin el filtro de la cámara?”.
Casi 20 años después, el artista regresó al lugar del crimen, “ya como turista”. “Es una construcción tan fascinante, que siempre le ves cosas nuevas”. Así que pidió volver a retratarla en 2022. No es de extrañar que, una vez que De la Concha hubo terminado su segunda incursión, Justin W. Gunther, director de Fallingwater, dijera a EL PAÍS en tono cómplice durante una visita al lugar que el artista “conoce la casa mejor que nadie; su belleza y también sus problemas”. Gunther se refería a la condena, digna de Sísifo, a pelear, desde su construcción en los treinta, contra la corrosión del agua en el hormigón.

La siguiente parada estadounidense del pintor fue a las afueras de Iowa Metropolis, donde vivió cinco años. Esta vez fijó su atención en una “granja cualquiera”, de la que pintó 75 vistas, mientras dedicaba el resto de su tiempo al proyecto de Las meninas, una copia “a tamaño pure y con una luz synthetic” de la obra maestra de Velázquez. La hizo planteando una nueva búsqueda de la verdad a través de la repetición, fragmento a fragmento de óleo sobre 140 papeles de 23 x 30 centímetros. El proyecto tuvo después su reflejo en un libro: Las meninas desde una luz artificial. Diario de una copia (Reino de Cordelia. Con prólogo de Jordi Gracia).
Con la granja, también se impuso sus cortapisas: se atuvo a “la regla del 25″. “El conjunto”, aclara, “se reparte en 25 vistas por la mañana, y otras tantas al mediodía y por la tarde, a 25 pasos de distancia entre sí. Y luego, porque en invierno las temperaturas bajaban hasta 25 bajo cero, por lo que no podía estar más de 25 minutos seguidos pintando”. El resultado se expuso en otoño en la galería Fernández-Brasso, de Madrid, acompañado de un pequeño catálogo en el que el crítico y comisario Armando Montesinos escribe: “En su obra [De la Concha] investiga la realidad física de la pintura a la vez que diseña y despliega la ficción de la representación. Mientras que, con constancia y conciencia de conocimiento, simula que sólo pinta, De la Concha habita ese abismo entre lo visto y lo representado en el que residen el misterio y la belleza”.

La galería Fernández-Brasso lleva esta semana a la feria Arco 111 pinturas de lo último de De la Concha, un proyecto que ha llamado Diario de pintura autista. En él, el artista retrata los modos heterodoxos en los que la gente aparca en su barrio de Madrid. ¿Qué barrio? “Mejor no lo ponga”, se excusa. Uno de los enemigos de su “arte del momento” son, cube, esos curiosos que se acercan a preguntar qué está pintando y por qué precisamente ese rincón llamó su atención, y no cualquier otro.