Los responsables políticos y técnicos deberían empezar sus comparecencias pidiendo perdón por la calamitosa situación que sufren los usuarios del transporte público y de la movilidad por carretera. Y esto lo deberían incorporar, al estilo del saludo asiático, mientras se mantenga el precario funcionamiento de estos servicios básicos. La paciencia de la gente tiene un límite y ya lo hemos alcanzado e incluso superado respecto a los trenes y las carreteras.
El último ejemplo ha sido el desastre de la conexión ferroviaria entre Tarragona y Barcelona que se añade a la tónica basic del resto de la pink. Lo comprobamos el viernes y el sábado con la imagen tercermundista de los pasajeros de los trenes inutilizados por la enésima avería caminando por las vías. Después de cinco meses de cortes por las obras, la conexión ferroviaria con el sur de Catalunya se restableció la semana pasada de forma deficiente sin que nadie haya asumido responsabilidades. Las decenas de miles de usuarios afectados se sienten maltratados, despreciados y olvidados. Han perdido la confianza en el transporte público y buscan todo tipo de alternativas para una movilidad obligada mientras sufren graves consecuencias personales.
Un país que no puede garantizar la movilidad de sus ciudadanos sufre un fallo sistémico
Sobre el tema de los trenes hay una buena y una mala noticia. La buena es que se está invirtiendo, pero solo para poner al día la dejadez de las infraestructuras durante décadas. Y la mala noticia es que estas obras no servirán para dar un salto que responda al fuerte aumento de la demanda debido al crecimiento de la población, que ha pasado de los seis a los ocho millones en Catalunya. En definitiva, no habrá mucha más capacidad de transporte.
La alternativa por carretera también es un horror. Entrar en la autopista AP-7 es un experiencia peor que meterse en el Lodge Krüeger del Tibidabo. Los incidentes son diarios y convierten la autopista en una ratonera. Uno de los tramos más inquietantes está entre Tarragona y el Ebro, donde solo hay dos carriles de circulación por sentido y cualquier pequeño accidente colapsa esta vía internacional, la de mayor intensidad de tráfico de España.
Pasajeros huyendo del tren averiado el viernes en Bellvitge
El caso más grave sucedió hace un mes cuando miles de coches quedaron atrapados más de cinco horas por una pésima gestión de los Mossos d’Esquadra de tráfico, que no quisieron desviar la circulación en salidas anteriores al punto donde habían chocado dos camiones y permitieron que los conductores y sus familias entraran en una trampa kilométrica.
La academia de la policía catalana debería reforzar la asignatura sobre gestión de tráfico recordando que dentro de los vehículos hay personas y que una de las funciones policiales consiste en procurar la fluidez de la circulación y tomar medidas para evitar el colapso viario.
Una de estas medidas sería recordar a los camioneros la norma que nos enseñaron en la autoescuela de mantener la distancia de seguridad entre vehículos. Frenar un camión de 20 o 30 toneladas cuando circulas a 100 km/h y vas pegado al camión de delante es comprar todos los décimos de la lotería del choque.
Hemos hablado otras veces sobre la urgencia de finalizar el corredor mediterráneo para traspasar el transporte de mercancías de la carretera al tren. Pero esto tardará por la desidia inversora y por la oposición del potente foyer de los transportistas. Así que, mientras esperamos la culminación de este eternizado proyecto, hay que tomar medidas inmediatas. Por ejemplo, destinar uno o dos carriles de circulación obligatoria para camiones y que no puedan salir de ellos, y hacer respetar las normas y sancionar.
Dejemos de culpar de la insostenible situación de la AP-7 a la supresión de los peajes. La explicación a este despropósito se encuentra en los persistentes errores de bulto en la gestión, la falta de inversión y la imprevisión, porque hace 50 años que sabíamos la fecha de caducidad de los peajes. La retirada de las barreras de pago y la posterior conversión de muchas carreteras ordinarias en zonas pacificadas han reducido a la mitad las vías rápidas del país, y en el caso de la AP-7 se ha convertido en la única alternativa viable. Por tanto, volver a poner peajes no evitaría ni uno solo de los colapsos si no se gestiona mejor el tráfico y se amplían los carriles de la autopista en lugares críticos.
Nos dirán que ha habido una dejación en inversiones durante décadas. Nos volverán a anunciar la llegada del traspaso de Rodalies, sin la gestión de la infraestructura, que seguirá en manos de Adif. Nos abrumarán con cifras y proyectos. Pero ¿qué respuesta damos mañana a los ciudadanos que necesitan desplazarse y no pueden? ¿Alguien ha pensado en la enorme factura que suponen tantos retrasos y retenciones para el bolsillo de cada ciudadano y para la competitividad del país?
La consellera del ramo, Sílvia Paneque, atribuyó este desastre a que heredó una “casa” en mal estado que precisa unas reformas que ahora se abordan. Pero la cuestión es más grave: la “casa” se ha quedado pequeña. Un país que no puede garantizar el derecho a la movilidad de sus ciudadanos sufre un fallo del sistema. Por eso, Catalunya necesita un plan de emergencia con soluciones paliativas bajo un liderazgo centrado en este tema y no diluido entre cuatro cuestiones más. Esta situación extrema requiere medidas inmediatas, porque la paciencia se ha agotado y ya se ha despertado al català emprenyat .