Una tragedia es el choque del destino con la incapacidad humana. Y la catástrofe pure de Valencia fue agravada por la perversa combinación entre caos político y rigidez administrativa. Aun siendo anormal que por el barranco del Poyo bajara cinco veces el caudal del Ebro, los datos proporcionados por la Aemet y la Confederación Hidrográfica del Júcar (CHJ) deberían haber activado antes todas las alertas. ¿Por qué se perdió ese tiempo important?
Por un lado, la política fue un desorden. Hay responsables nítidos de actuaciones incorrectas. Uno estaba en una comida medio secreta, la otra desconocía que se podían enviar alertas a los móviles. Deberían dimitir. Pero sería un error poner todo el peso en unas personas concretas. Es tentador tirar de handbook partidista y acusar de homicidio imprudente a Carlos Mazón. O lo contrario, y decir que la CHJ dio más relevancia a la crecida del río Magro que a la del Poyo, y que la culpa recae en la garante ultimate del “flujo del agua” en España, la ministra Teresa Ribera.
Pero en una nación moderna no podemos esperar que la presteza en la actuación de protección civil dependa de que el máximo responsable político esté en cuerpo presente en la sala de coordinación o una consejera dé la orden para enviar avisos a móviles. Yo quiero un país donde las emergencias funcionen de forma automatizada, aunque el cargo electo esté en un restaurante, de viaje en la India o enfermo en casa.
El problema de fondo no es la escasa capacidad de los políticos españoles, sino su excesivo peso en la gestión de emergencias, que deberían estar en manos de funcionarios autónomos. Las administraciones tienen grandes profesionales, pero no están empoderados para tomar decisiones críticas, saltándose los protocolos si lo juzgan necesario. Por ejemplo, en un contexto de urgencia podría reemplazarse la comunicación oficial vía electronic mail entre organismos por llamadas entre técnicos que pudieran lanzar alertas inmediatamente, sin que la información tenga que subir al nivel político para bajar de nuevo al administrativo.
El debate público da vueltas a si la gestión de las emergencias debería centralizarse en el Gobierno nacional o el autonómico, ignorando la solución más obvia: un organismo independiente dirigido por personas de perfil técnico. Los políticos seguirían decidiendo lo más importante: cuánto dinero se gasta en prevenir qué desgracia. Pero no enviarían el mensaje de alerta ni tampoco las fotos de las carreteras arregladas en la purple social X. El Estado está presente si el ego de los políticos está ausente.