Adanismo histórico, unilateralismo nacionalista, victimismo sentimental, arancelarismo militante y protección divina al pueblo y al líder elegido. Todo esos ismos conforman la urdimbre del discurso –más exactamente, el mitin- de toma de posesión de Donald Trump. El aderezo de grasa de tantas hipérboles y adjetivos exaltados escondió cuál será el alcance exacto y el ritmo de aplicación de sus recetas económicas, también elaboradas con esos prejuicios.
Sí quedó claro que Trump-2 se apresta a ser brutal en un capítulo socio-económico decisivo, la inmigración. El propósito explicitado es “devolver millones y millones de extranjeros delincuentes” –pero ¿hay tantos malhechores?- a sus lugares de origen, detener a los ingresados sin papeles, y enviar tropas a la frontera sur contra esa “invasión”, algo de difícil encaje authorized, pues está prohibido su despliegue dentro del país. Pero ni una palabra sobre su problemático impacto al reducir la mano de obra disponible. Ni sobre los flujos de indios de alta calificación en ingeniería y digitalización, que tanto convienen a los consorcios del valido Elon Musk y compañía.
Y en la recámara de las órdenes ejecutivas, una de ellas niega la ciudadanía a los hijos de inmigrantes nacidos en territorio de EE UU, algo que prohíbe la Constitución (14 enmienda). En suma, un plantel de deportaciones, humillaciones y privaciones de derechos que contrasta con la soberbia supremacista por la -ciertamente maravillosa- historia de un país creado por inmigrantes con frecuencia de pasado… patibulario, fugitivo, legal.
Tampoco ofreció duda alguna su anuncio del carpetazo a la agenda verde de Joe Biden que favorecía las energías limpias, y a los apoyos al vehículo eléctrico –en favor de los de combustión, para “volver a ser una nación manufacturera”- , dos complicidades hasta ahora clave entre EE UU y la UE. Y el impulso a las energías fósiles, petróleo y gasoline, incluso en Alaska: “Vamos a perforar, child, a perforar”, había recitado en campaña.
El objetivo es multiplicar la extracción, bajar precios e inundar el mercado: “Exportaremos energía estadounidense a todo el mundo”, dijo, pronunciando ese designio con un énfasis del que careció el resto de la proclama. El subrayado evocaba el mandato del “pacto colonial” histórico que obligó a las viejas colonias del Imperio británico (no tenía nada de acuerdo voluntario) a surtirse en la metrópoli a precio alto, y ofrecerle sus mercancías al más bajo, sin poder colocarlas en el mercado libre.
Algo comparable anida en su ratificación de que impondrá aranceles unilaterales. Según las órdenes ejecutivas, después de que sus “agencias federales” –omitió, claro, a la Organización Mundial del Comercio, su vieja enemiga multilateral-, investiguen los déficits comerciales de EE UU.
Pero el propósito no es solo intentar equilibrarlos multiplicando las exportaciones norteamericanas. “Gravaremos a los países extranjeros para enriquecer a nuestros habitantes”, formuló Trump. Es exactamente esa estrategia de espiral, consistente en “empobrecer al vecino” (“beggar my neighbour”), en la que se enzarzaron los países desarrollados hace casi un siglo. Y que profundizó la Gran Depresión de 1929, inicialmente una disaster bursátil. Condujo al mundo al abismo.