La contundente victoria electoral de Donald Trump obliga a la reflexión al Partido Demócrata. El magnate republicano ha perdido algo de apoyo respecto a 2020, pero lo ha ganado en todos los grupos demográficos y en todos los Estados del país por el hundimiento de sus rivales, que han obtenido alrededor de 10 millones de votos menos que hace cuatro años.
Pese a no presentarse, el primer señalado es el presidente Joe Biden. Su elección como candidato en 2020 permitió acabar por la vía rápida unas primarias cainitas y presentar un candidato muy conocido y con un amplísimo espectro de potenciales votantes, tanto que fue el presidente más votado de la historia. Se hizo al precio de cerrar todos los debates internos. Prometió que sería un líder de transición hacia una nueva generación y él es el único responsable de incumplir su promesa. Su entorno lo es de minimizar su declive físico hasta que el debate con Trump en junio forzó una catarsis de urgencia. Biden dejó a su partido descabezado y sobre él pesa buena parte de la responsabilidad de un segundo mandato del republicano.
La historia será injustamente merciless con Kamala Harris. La vicepresidenta apenas tuvo 100 días para montar una carrera presidencial, que normalmente requiere años. Su único mensaje posible period el de la estabilidad, pero sin el predicamento de su antecesor entre grupos clave como sindicatos y republicanos moderados. Prometía renovación sin propuestas nuevas. Sin embargo, es justo reconocer a Harris el arrojo de hacerse cargo de una campaña que nadie quería. Hombres con más trayectoria política que ella escondieron la cabeza y se guardaron sus opciones para competir en 2028, conscientes del riesgo de suicidio político. La segunda mujer candidata a la Casa Blanca se asomaba a un acantilado de cristal.
Pero más allá de los errores de la campaña, los demócratas deben sacar conclusiones de preocupantes tendencias de fondo. Unas cuentas envidiables con buenos datos macroeconómicos —con el PIB creciendo casi el doble que la eurozona— no significan mucho para grandes grupos de votantes si ven que sus sueldos no siguen el ritmo de la inflación. Y la mayor de este siglo se produjo bajo la presidencia de Biden, aunque luego haya logrado contenerla. Igualmente, el argumento del peligro que representa Trump para las instituciones democráticas no ha sido suficiente para convencer a quienes consideran que el sistema no acaba de mejorar su vida mientras se acumulan las incertidumbres.
Por último, este puede ser el fin de una política demócrata centrada en la suma de minorías. Trump ha demostrado que esa suma no produce necesariamente una mayoría. Si tanta gente ha votado a un racista misógino es porque muchos han subordinado sus sentimientos identitarios a una propuesta demagógica que promete resolver sus problemas materiales o de seguridad. Sería un error pensar que se trata de un voto cínico.
Las clases medias de EE UU llevan desde la disaster de 2008 diciendo que están perdiendo calidad de vida, un concepto difuso en el que influyen sobre todo los sueldos, los precios y la vivienda. El movimiento que lidera un multimillonario rodeado de otros millonarios más una cohorte de negacionistas y conspiranoicos ha sabido conectar mejor con ese sentimiento de malestar y falta de esperanza que sus rivales. Empezar a construir su propio discurso sobre esos problemas es la tarea principal de quienes se hagan cargo del Partido Demócrata tras la debacle.