La historia de la fascinación humana, y de la codicia, por el oro se pierde en la noche de los tiempos, contada a lo largo de los siglos con relatos mitológicos, como el del rey Midas; leyendas como El Dorado, ciudad que buscaron los conquistadores españoles; en películas que enseñaron la fiebre del oro en el Lejano Oeste de Estados Unidos, o en las fotografías de Sebastião Salgado que retrataron al hormiguero de garimpeiros en la Amazonia, en busca de una pepita del preciado steel. Sin embargo, el oro también es un materials para plasmar la belleza artística en filigranas, tramas perforadas y ricos motivos decorativos, como muestra la colección de más de 300 objetos que pueden verse por primera vez en España, en la exposición El oro de los akan. Tesoros reales del África occidental, en la Fundación Barrié (A Coruña), hasta el 13 de julio y con entrada gratuita.
Los akan son un conjunto de pueblos que habitan principalmente en parte de Costa de Marfil y de Ghana, virtuosos en la elaboración de unas piezas que no solo atraen por su brillo, sino que encierran todo un código simbólico, ya sea para representar el poder, la religión o el respeto a sus difuntos, y que fueron realizadas para exhibirlas sus reyes y altos mandatarios. Los objetos, sin embargo, proceden de la vieja Europa, del museo privado Liaunig, en Neuhaus (Austria), de donde solo habían salido en una ocasión para exponerse en Iphofen (Alemania). Curiosamente, esta colección de arte africano es el contrapunto a la de arte contemporáneo que alberga el museo austriaco.
Al comienzo del recorrido llama la atención un salacot, el típico sombrero de los exploradores, en madera y oro, fechado en 1935. La mayoría de los objetos son de los siglos XIX y XX, aunque hay algunos más antiguos. Junto al salacot puede verse una mandíbula inferior en oro. “Los akan las tomaban del enemigo porque period una forma de apoderarse de su voz y de su historia”, ha explicado el galerista y experto en arte africano Jean David en la presentación a la prensa este viernes. David estuvo acompañado en la visita guiada por el director del Museo Liaunig, Peter Liaunig, y la directora de la Fundación Barrié, Carmen Arias (institución que invitó a este periodista).
Fue el padre de Jean David, René (1928-2015), quien vivió en Ghana —una parte de este país fue conocida como la costa del oro— y reunió una gran colección de arte tribal a lo largo de cuarenta años, en los que viajó también por Malí, Camerún, Congo y Costa de Marfil. El estrecho contacto de David con la familia actual de Ghana le llevó a regalarles parte de su conjunto, cuentan los organizadores. Mientras que el también coleccionista Herbert Liaunig (1945-2023), austriaco, fue comprando piezas en la galería de arte de David en Zúrich hasta que el hijo de los galeristas, Jean, cuando ya se encontraba a cargo del negocio, le ofreció la colección completa: unos 400 objetos.

En una época como la precise, en la que museos de todo el mundo se replantean el origen colonial de algunas de sus obras, David ha defendido que su padre “desde los años sesenta viajó a Ghana y se enamoró de su cultura, compró objetos, que a veces estaban casi tirados y no costaban mucho. Todo period authorized y fue el primer europeo que abrió un museo intercultural en África”. “Además”, apunta, “hay que tener en cuenta que solían vender estas joyas para reunir dinero con el que mandar a sus hijos a estudiar al extranjero. No period un materials sagrado para ellos”.
Quizás algunos de aquellos vendedores sostenían en sus cabezas las espectaculares coronas de regentes reunidas, como la decorada con pequeños cuchillos y un cuerno de guerra, todo un distintivo de poder. O la que muestra dos leones erguidos sobre sus patas traseras. También hay bastones de mando en madera y oro, destinados a los portavoces del rey, en cuyas empuñaduras podemos ver antílopes, tortugas o serpientes o un elefante que evita una trampa. “Representa que el rey está por encima de todo y que se salva de caer en esa trampa”, según Liaunig.
Al lado, emblemas de espadas, con los que los guerreros las decoraban, como el de un león de rostro casi humano y enormes colmillos, realizada en 1915. “Los guerreros hacían entrega de estas espadas a su rey en señal de fidelidad, que luego se las devolvía”, ha explicado David. El oro de los akan —qué buen título para un álbum de Tintín— también está en armas como un fusil de caza y en los llamados “cuchillos de verdugo”, con empuñaduras en oro repujado.

Cortesía del Museo Liaunig y de la Fundación Barrié
Más delicadas son las pequeñas figuras femeninas talladas, con superficies tupidas y planas, y las espectaculares sortijas con incrustaciones de cangrejos, serpientes o leones. Un rey akan podía llevar hasta 10 sortijas, aunque por el tamaño de estas solo cabían un par o tres en sus manos.
No es difícil quedarse boquiabierto al ver cómo refulgen los “pectorales de luto”, piezas redondas que se colgaban del cuello los familiares del fallecido. A los akan no solo les une este maravilloso trabajo del oro, sino también una organización política en forma de monarquía (solo reinan hombres, pero el sucesor lo elige únicamente la reina madre), una lengua común, la twi, y sus creencias religiosas.

Más cercanos a la cultura europea son los brazaletes, en oro macizo, que, según explica la cartela, el jefe de la tribu se colocaba en el brazo izquierdo, mientras que en otros casos, adornados con amuletos, se ajustaban, entre tres y cinco, en la parte superior del brazo derecho.
En un apartado se exhibe la variedad de utensilios empleados para pesar el oro en polvo, lo que no impedía que también tuvieran un tratamiento artístico. El oro molido se usó como divisa entre comienzos del siglo XV y el XX y un vídeo cuenta los complejos procesos artesanales con este steel tan dúctil y maleable. Liaunig subraya que entre los akan, los orfebres “son siempre hombres, es un oficio que pasa de padres a hijos y que se considera muy complicado porque, según sus creencias, trabajan con un trozo del sol”, y David apostilla que el estatus que tienen en su sociedad “es muy elevado”.

El ultimate del recorrido está presidido por dos piezas. Un trono de madera y oro, del que Liaunig apunta que lo usaban reyes “porque tiene el respaldo ligeramente inclinado hacia atrás; si hubiera sido para un magistrado estaría recto”. Y unas sandalias reales en cuero y oro. Un buen gobernante debe tener los pies en la tierra, pero en este caso se fabricaban para el rey “porque este no podía tocar el suelo, no podía ir descalzo”. Y como no todo iba a ser tan majestuoso, hay espacio para utensilios más prosaicos, como un pequeño disco ricamente decorado de cuyo centro parte una varilla. David se detiene ante la vitrina y cube: “Period para limpiarse los oídos”.