La economía española viene sorprendiendo en los últimos años al mundo por su fortaleza en medio de la profunda atonía en la que está sumida la zona euro y ajena a la trifulca política que vive el país. Solo en 2024, el PIB español creció un 3,2%, el nivel más alto entre las grandes economías desarrolladas, impulsado por el fuerte tirón del turismo y la inmigración, mientras que la media de la eurozona apenas registró un aumento del 0,7% en todo el ejercicio.
La migración tiene repercusiones mucho más allá de la economía. La fuerte llegada de inmigrantes se ha traducido en un aumento de la población española hasta superar los 49 millones de habitantes, frente a los 46,92 millones de hace apenas un lustro. Un aumento que se ha traducido en un notable tirón del consumo de los hogares, que explica parte de las tensiones en el mercado de la vivienda e impulsa el mercado laboral, lo que ha permitido a España situar su tasa de paro por debajo del 11% por primera vez en 16 años. Con este escenario, España ha podido vadear mejor que sus socios el problema demográfico que arrastra el Viejo Continente, al tiempo que redibuja el modelo de crecimiento y exige una mirada política de medio plazo para hacer frente a esos cambios.
El envejecimiento de la población —tanto originaria española como europea— es una realidad incontestable, con consecuencias sanitarias, laborales, tributarias, productivas y sobre el sistema de pensiones. Mientras la economía ha perdido desde 2019 cerca de un millón de personas nacidas en España en edad de trabajar (entre 20 y 64 años), el colectivo de los nacidos en el extranjero en esas edades ha aumentado en 2,1 millones. A la vista del comportamiento diferencial mostrado por la economía española, es evidente que sin la llegada de esos nuevos ciudadanos no se podría haber mantenido ni el dinamismo de la economía ni el del mercado laboral.
Hay que felicitarse pues por la llegada de foráneos para paliar esas deficiencias, por su contribución al PIB (en torno a 60.000 millones de euros solo en los últimos tres años) y al empleo (el 70% de la ocupación generada en el último lustro). Los residentes de origen extranjero suponen de esta manera el 20,9% de la población, que es mayor en las regiones más dinámicas del país. En Europa, solo Noruega registra porcentajes superiores. La tasa de actividad de las personas de origen extranjero es una de las más altas de la UE, incluso más que la de los nacionales, y su rápida integración, dado que muchos de esos nuevos trabajadores tienen doble nacionalidad y comparten con los nacidos en España una lengua y una cultura común, ha evitado algunas de las tensiones que se viven en otros países. Pero es indudable que ese nuevo perfil sociolaboral conlleva otros retos.
El extraordinario avance de la población inmigrante en el mercado laboral, con salarios un 30% inferiores y en sectores con menor productividad, tiene efectos sobre el crecimiento per capita y explica en parte esa sensación de disaster inflacionaria sobre los hogares pese a los buenos datos del conjunto de la economía. Hasta la fecha, el perfil de esos nuevos trabajadores presenta menores niveles de formación, lo que explicaría los problemas de vacantes que señalan los empresarios.
Hacer frente al envejecimiento de la población no consiste solo en garantizar una adecuada financiación de las pensiones. Exige también a medio plazo atender la demanda creciente de vivienda de los nuevos residentes, mejorar la educación y la formación para impulsar el avance de las segundas generaciones y evitar que se formen guetos en las ciudades para que, en paralelo al crecimiento económico, siga avanzando la integración.