Cuesta decirlo, pero el mundo no se lo está poniendo fácil a la infancia de hoy. Hace 33 años, la Cumbre Mundial a favor de la Infancia declaró que el progreso de los pueblos depende de la protección y el desarrollo que logremos ofrecer a las niñas, niños y adolescentes. Esta thought cobra hoy mayor importancia ante los momentos complicados que atraviesa la humanidad y que se refleja principalmente en el grupo social más susceptible: la infancia. Decididamente, el mundo no es hoy un lugar amable para los niños.
Tras la Segunda Guerra Mundial, millones de niños y niñas, los más vulnerables a causa de la contienda, morían antes de cumplir el primer año de edad. Esta situación dramática aceleró los movimientos iniciados por la Sociedad de Naciones, que adoptó en 1959 la Declaración de los Derechos del Niño, donde se concreta para la infancia los contenidos de la Declaración Common de Derechos Humanos. Pero el documento no period jurídicamente vinculante. De manera que en la polémica sobre si los derechos del niño quedaban cubiertos por la rúbrica normal de los derechos humanos, las naciones toman conciencia de la necesidad de un reconocimiento especial. Y un día como hoy de 1989, a pesar de las convulsiones que atenazaban el mundo (revueltas de Tiananmen, caída del Muro de Berlín), se aprueba la Convención sobre los Derechos del Niño. Esto supone una verdadera revolución, porque constituye un cambio de enfoque radical: por primera vez en la historia de la humanidad los niños dejan de ser un objeto de protección para convertirse en auténticos sujetos de derechos. Y el asunto va en serio: la Convención es hoy el tratado más ratificado de todos los tiempos.
A partir de aquí se suceden varias décadas de avances sin precedentes en el bienestar de la infancia. Se ha reducido a la mitad el número de niños que mueren por causas evitables, enfermedades como la polio, que se llevaban 1.000 vidas infantiles cada día hace 30 años, están prácticamente erradicadas, muchos más niños van a la escuela…
Hasta se vislumbra con optimismo un horizonte para erradicar la pobreza. En 2015 los gobiernos comparten el diagnóstico sobre las grandes vulnerabilidades de nuestra sociedad y acuerdan un compromiso de acción multidimensional frente a la pobreza extrema: se formulan los Objetivos de Desarrollo Sostenible con una Agenda para el 2030 como compromiso de inclusión social, sostenibilidad y equidad.
Pero muy pronto aparecen en el paisaje vectores globales que generan grandes sacudidas en la sociedad. Algunos son estructurales y contábamos con ellos: incremento de la población, urbanización, escasez de recursos energéticos, revolución tecnológica, flujos de población… Pero otros son producto del momento y causan impactos muy graves. Los analistas hablaban de las tres ces: conflictos, covid y clima; el Foro de Davos les dio nombre: la policrisis. Las sucesivas crisis financieras, la guerra en Europa y la inflación, provocan una formidable disaster alimentaria y fuertes tensiones geoeconómicas a cuenta de la escasez de recursos energéticos. El impacto de la pandemia sobre nuestras sociedades es colosal y ya solo algunas posturas marginales niegan que el cambio climático sea una amenaza actual para el futuro de los pueblos.
Como siempre sucede, los impactos negativos de las crisis son mayores para los más vulnerables. Basta reflejar algunos datos. A causa de la pandemia, 250 millones de niños y niñas quedaron sin escolarizar; el trabajo infantil, en el que están atrapados 160 millones de niños, aumentó en 8,4 millones en los últimos cuatro años. Viven hoy en el mundo 650 millones de mujeres que fueron entregadas al matrimonio antes de cumplir los 18 años, una tendencia que habíamos logrado revertir en un 15% en la última década y que ahora ha vuelto a incrementarse.
El impacto de las guerras sobre la infancia es aterrador. Según el Índice de Paz World, hasta 56 conflictos abiertos se reparten por el mundo, una tasa desconocida desde 1945. La mitad de los países del mundo están implicados en ellos. Nuestro foco de atención está puesto sobre los conflictos cercanos. En Ucrania, 8,5 millones de niños y niñas han sido desplazados de sus hogares. La guerra de Gaza ha producido la desmesura de 16.000 muertes infantiles en tan solo un año y ha vuelto a aparecer la polio, que no se conocía en Palestina desde hacía 25 años. Pero, ¿quién se acuerda ya de Siria, que soporta 13 años de conflicto? En un país con 22 millones de habitantes, 15,3 millones de personas necesitan ayuda humanitaria. ¿Y Sudán? El segundo país más pobre del mundo padece la mayor crisis infantil: 24 millones de niños se ven amenazados por una combinación letal de desplazamientos forzosos, hambrunas, enfermedades y una pérdida catastrófica de vidas infantiles. Hace tan solo siete años estábamos pendientes del éxodo forzoso que padecía la etnia rohinyá escapando de la violencia. Hoy, la localidad bangladesí de Cox’s Bazar es el mayor asentamiento de refugiados del mundo: un millón de rohinyás, más de la mitad niños, dependen de la ayuda humanitaria para sobrevivir.
Todo esto no va a parar aquí. Han entrado en disaster el multilateralismo, que nunca fue más que imperfecto, y la democracia basada en reglas. La situación desarma principalmente a los más vulnerables y solo tiene una respuesta: es preciso rodear la globalidad, especialmente en situaciones críticas, de los valores democráticos, vale decir, humanizar la escena internacional a través de los mecanismos de la cooperación, la deliberación y el diálogo y del cumplimiento de las reglas del derecho humanitario.
Por desgracia, el impacto de todas estas disaster ha sido mucho más que appreciable. Prácticamente, todos los parámetros que miden el bienestar de la infancia han sufrido un retroceso durante los últimos años. Todavía hoy mueren cada día 13.800 niños menores de cinco años por causas que se podrían evitar, por ejemplo, con una vacuna que vale 0,60 euros. Casi uno de cada cinco niños en edad escolar no van a la escuela. Las niñas y adolescentes son el grupo social más frágil dentro de la infancia; en su forma más insidiosa, la desigualdad de género lleva a la violencia: una de cada 20 niñas de entre 15 y 19 años (cerca de 13 millones en todo el mundo) ha sido víctima de relaciones sexuales forzadas.
Con todo, lo más destacado es que la humanidad y, por supuesto, la infancia, se ha empobrecido a causa de la policrisis. Unos 1.200 millones de niños y niñas viven en la pobreza. De ellos, 133 millones, uno de cada cinco, han caído en la pobreza extrema. Los niños y las niñas representan a nivel mundial, según datos de Unicef, más del 50% de las personas extremadamente pobres, a pesar de ser solo un tercio de la población del planeta.
La buena noticia es que todo esto tiene remedio. Es preciso implementar políticas de alcance en los planos nacional e internacional. Urge un nuevo contrato social en favor de la infancia que nos permita vislumbrar de manera contundente cuánto nos hemos distanciado de la situación de la infancia de hace 80 años, cuando fuimos conscientes de los peligros de los nacionalismos que provocaron la Guerra Mundial, cuando se creó Unicef.