Abróchense los cinturones. La política exterior de Estados Unidos está a punto de dar un giro de 180 grados a partir de este lunes. Atrás va a quedar el cultivo cuidadoso de alianzas que ha practicado su predecesor, Joe Biden, y el internacionalismo de los últimos ochenta años. Con el segundo desembarco de Donald Trump en la Casa Blanca se impone el “Estados Unidos primero”, la disrupción, la convicción de que la fuerza equivale a poder, unas relaciones con los socios basadas en la transacción, y una peculiar combinación de proteccionismo y propuestas imperialistas.
Donald Trump 2.0 estará mucho más libre en su nuevo mandato que en el primero. Entonces, se rodeó de un equipo de asesores experimentados que trató de limitar sus instintos más disruptivos. En el Congreso no solo contaba con la oposición de los demócratas, sino también del ala republicana más tradicionalista. Ahora, se ha rodeado de un equipo de fieles que no van a cuestionarle. En el Capitolio, los republicanos clásicos son la excepción, no la norma.
Mucho de lo que viene ya estaba presente en su primer mandato. La admiración por los líderes autoritarios. La convicción de que los aranceles a los productos extranjeros y las guerras comerciales son una varita mágica con la que estimular la industria nacional: coquetea con la thought de un arancel generalizado del 10%, y de un 60% para China. Las tensiones con los aliados y las exigencias de una mayor inversión de los miembros de la OTAN en Defensa: hace dos semanas planteaba el 5% del PIB. Son planteamientos que esta vez ya no encuentran desprevenidos a los países socios: a diferencia del primer mandato de Trump, llevan preparándose desde hace un año para el regreso del republicano.
Otras propuestas son nuevas, o tienen un tinte diferente esta vez. En 2019 ya propuso comprar Groenlandia a Dinamarca. Entonces sonó como una mera bravuconada. Ahora no descarta emplear la fuerza para una anexión de la gigantesca isla ártica que considera beneficiosa para la seguridad nacional. Tampoco para recuperar el management del canal de Panamá, otra de sus obsesiones durante los meses de transición presidencial. Coqueteaba, asimismo, con la incorporación de Canadá como Estado de Estados Unidos, y con cambiar el nombre del golfo de México a “golfo de Estados Unidos”.
Según se deduce de esas declaraciones y otras similares, el continente americano va a ser una zona clave para su Administración. Quiere centrarse en el cierre de la frontera con México a la inmigración ilegal; en asuntos de seguridad y comercio con Canadá y México; sus propuestas como número uno y dos en el Departamento de Estado, Marco Rubio y Chris Landau, cuentan con amplia experiencia en la región. Ha nombrado también un enviado especial para América Latina, Mauricio Claver-Carone.
Pero otros asuntos van a reclamar de inmediato su atención. Tras el acuerdo de alto el fuego en Gaza, comienza ahora la delicada fase de su aplicación. Trump querrá seguir los acontecimientos de cerca. Su enviado para Oriente Próximo, Steve Witkoff, jugó un papel en las negociaciones para cerrar el pacto entre Israel y Hamás, y él reclamaba los laureles en sus redes sociales.
“Se abren oportunidades ahora en Oriente Próximo que no existían hace noventa días”, apuntaba Marco Rubio, en su audiencia de confirmación en el Senado la semana pasada. A la tregua se suman el alto el fuego en Líbano, la caída de Bachar el Asad en Siria, y un Irán en posiciones más debilitadas. La Administración Trump puede querer aprovechar el nuevo panorama para ampliar los acuerdos de Abraham firmados en el primer mandato de Trump, e incorporar la joya de la corona: la normalización entre Israel y Arabia Saudí. El nuevo presidente estadounidense también tendrá que decidir el futuro de los cerca de 2.000 soldados estadounidenses en Siria, ante el riesgo del regreso del ISIS tras la caída de El Asad.
Probablemente en ninguna parte se siga tan de cerca los primeros días de la nueva presidencia como en Ucrania. Trump prometió en su campaña concluir la guerra en 24 horas obligando a Kiev y a Moscú a negociar. Ahora el republicano reconoce que harán falta al menos seis meses. Rubio ha apuntado que los dos enemigos, Ucrania y Rusia, tendrán que hacer concesiones: ni Kiev puede expulsar por completo a un enemigo que ocupa el 20% de su territorio ni Moscú puede aspirar a conquistar el país vecino entero.
La relación con China
Pero salvo issue sorpresa, será la relación con China lo que se perfile como su gran desafío internacional. Rubio ha descrito al gigante asiático como “el adversario más potente y peligroso que Estados Unidos ha enfrentado jamás”, un país que compite con la primera potencia en ciencia, en tecnología, en desarrollo militar, en los mercados mundiales, y que domina algunas de las principales cadenas de suministro globales. “Cuando se escriba el libro de la historia del siglo XXI, el grueso de ese volumen no solo tratará sobre China, sino sobre la relación entre China y Estados Unidos, y cuál fue la dirección que tomó”, declaró el senador en su audiencia de confirmación.
Rubio expresaba el apoyo de la nueva Administración a Taiwán, la isla de régimen democrático y alineada con Estados Unidos que China considera parte de su territorio y que no renuncia a unificar por la fuerza. Pero no está claro si, en caso de un ataque de Pekín, Trump optaría por defenderla.
En una señal de la importancia de la relación bilateral entre los dos colosos, rivales sistémicos que intercambian 500.000 millones de dólares al año en su relación comercial, Trump y el presidente chino, Xi Jinping, hablaron por teléfono el viernes pasado, en una conversación que incluyó entre sus temas la plataforma de vídeos cortos TikTok, el tráfico de fentanilo, los lazos comerciales, Ucrania y Taiwán, entre otros asuntos. El líder estadounidense había invitado previamente al chino a su investidura. En un gesto de deferencia, Pekín enviará a su vicepresidente, Han Zheng, a la ceremonia.
Ambos líderes calificaban con buenas palabras su conversación y se declaraban dispuestos a mantener una relación fluida en la period Trump 2.0. El estadounidense “cree firmemente que podemos evitar el conflicto con el Partido Comunista de China porque ellos necesitan nuestros mercados. Y vamos a … usar esa capacidad de presión de modo que se alinee con nuestra seguridad nacional”, declaró el consejero de Seguridad Nacional de la nueva Casa Blanca, Mike Waltz, en un acto en el United States Institute for Peace la semana pasada.
Waltz también destacó la necesidad de responder a la creciente influencia de China en América Latina. Y resaltó la importancia de que Estados Unidos fortalezca sus alianzas en Asia-Pacífico, refuerce la capacidad de disuasión de Taiwán frente a China y reduzca su dependencia de Pekín para materias como los minerales críticos. “No podemos depender de nuestro mayor adversario para suministros imprescindibles”, declaró.
Aunque cuál vaya a ser la capacidad actual de influencia de Waltz, o de Rubio, en la política exterior del universo Trump es algo que está aún por ver. El candidato a secretario de Estado no pertenece al círculo de íntimos del presidente, donde algunos le siguen viendo con desconfianza desde las primarias que ambos disputaron en 2016.
Rubio, y Waltz, tendrán que compartir también su esfera de trabajo con una plétora de enviados regionales —amigos o consejeros del presidente—, nombrados por Trump. Desde Witkoff en Oriente Próximo al exembajador en Alemania Richard Grenell, ahora enviado para diversas áreas del mundo, pasando por Claver-Carone o el representante para Ucrania, el basic Keith Kellogg.
Eso, cuando no sea el propio Trump quien actúe por su cuenta en un impulso, o cuando el asunto le parezca demasiado importante. Rubio “se enterará a menudo de cambios en la política oficial a través de mensajes del presidente en redes sociales”, opinó en su weblog en Substack el presidente emérito del assume tank Consejo de Relaciones Exteriores, Richard Haas.