El golpe ejecutivo de Erdogan ha puesto en marcha un movimiento popular que no es una protesta más. Es una grieta. El encarcelamiento de Ekrem Imamoglu, alcalde de Estambul y principal rival electoral de Erdogan, junto a varios miembros de su círculo cercano, bajo pretexto de corrupción, extorsión, soborno y blanqueo de capitales, ha despertado una respuesta pública tan inmediata como impresionante. Durante seis días consecutivos, millones de personas se congregaron en Saraçhane, corazón simbólico del Ayuntamiento de Estambul. Lo que comenzó en la capital se extendió rápidamente por todo el país, hasta en los bastiones conservadores del AKP (Partido de la Justicia y el Desarrollo, en sus siglas turcas).
Incluso la oposición, famosa por su parálisis, pareció reaccionar. El Partido Republicano del Pueblo (CHP, en sus siglas turcas), que al principio titubeó, logró por fin encontrar el tono. El domingo 23 de marzo, 15 millones de personas —muchas de ellas sin afiliación de partido— votaron en unas primarias simbólicas para elegir a un candidato presidencial para 2028. No se trataba de una cuestión de aritmética electoral. Period un acto de solidaridad. Días después, el CHP convocó un boicot nacional contra empresas vinculadas al AKP, que culminó en un “día sin compras”, el 2 de abril.
La reacción del Gobierno, practicada desde hace años, fue previsible: balas de goma, gases lacrimógenos, porras. Más de 300 estudiantes siguen en prisión preventiva. También se atacó a periodistas: un reportero sueco fue encarcelado; un periodista veterano de la BBC, expulsado del país por “amenazar el orden público”. Los medios que cubrían las protestas fueron sancionados o directamente silenciados. Y Erdogan, impasible. El 4 de abril, tras el rezo del viernes, se dirigió a la nación con la fría seguridad de un hombre que ya ni siquiera finge gobernar para todos: “Mi nación no perdona a quienes conspiran contra este país”.
En este punto, cabría esperar una condena internacional. Después de todo, una disaster de esta magnitud no debería detenerse en las fronteras turcas. Pero Europa parece creer que sí. La Unión Europea ha respondido al autoritarismo de Erdogan con un silencio que roza lo surrealista. Ni siquiera se ha molestado en tuitear las típicas frases genéricas. Solo un comentario escueto de Ursula von der Leyen recordando a Turquía, en tono de directora de colegio, que, como país candidato, debe “respetar los valores democráticos, especialmente los derechos de los funcionarios electos”; una mención fugaz de Olaf Scholz, el canciller saliente alemán, y un debate “urgente” del Parlamento Europeo sobre la deriva autoritaria de Turquía… 13 días después del arresto de Imamoglu. El resto del continente, silencio. Complicidad por omisión.
Esto no es un fallo de comunicación. Es un colapso ethical. Europa ha subcontratado su brújula ética a sus inseguridades geopolíticas. Con Trump amenazando con salirse de la OTAN y el futuro de los presupuestos europeos de defensa estancados entre la ambición y la realidad, Erdogan se ha vuelto indispensable. Es el portero de la Fortaleza Europa, el que contiene a los refugiados. Su papel regional y su poder de negociación le permiten no tener que responder por la represión.
Europa lleva años proyectándose como una superpotencia ethical. Pero la ética, como la memoria muscular, se atrofia si no se usa. Lo único que queda es la retórica —elegante, vacía, repetida hasta la saciedad— sin el respaldo de una acción coherente. La autonomía estratégica es un espejismo cuando se externalizan las fronteras a un líder que encarcela a alcaldes por subir en las encuestas.
Así que, una vez más, el pueblo turco está solo. No sabemos si Erdogan será derrotado o si seguirá simplemente por inercia. Pero es cada vez más evidente que cualquier desafío a su poder no vendrá del exterior, ni de la diplomacia, sino desde dentro, y especialmente desde abajo.
El motor de esta resistencia es la juventud. Metropolitana, desencantada, radical. Según una encuesta nacional reciente, solo el 1,4% de los jóvenes en las principales ciudades turcas están satisfechos con el estado de la democracia. El 51% quiere abandonar el país. El 48% ya no desea criar hijos allí. Y un inquietante 83% considera que la inmigración es una amenaza para la paz social —una estadística que, tristemente, refleja a sus pares europeos—.
Algunos han comparado este momento con las protestas del parque Gezi en 2013, la versión turca del 15-M español. Pero esa comparación se queda corta. Si acaso, esto recuerda más a la Primavera Árabe: una mezcla volátil de esperanza, agotamiento y miedo. Y, como sabemos, en esta parte del mundo esa mezcla suele terminar con la desesperanza, llevándose la victoria por puntos.
Qué camino tomará la juventud turca es una incógnita. Tal vez alzarse, o salir del país, o refugiarse… nadie lo sabe. Lo único cierto es que lo hará sin ilusiones. Y sin ayuda. Porque si hay una lección en este nuevo capítulo del largo desmantelamiento democrático de Turquía, es esta: Europa no los ayudará. Y, quizás, nunca tuvo intención de hacerlo.