Con la muerte de Vargas Llosa se cierra un mundo. No sólo es el mundo de su obra descomunal, pues ese remaining ya nos había llegado hace año y medio: cuando Vargas Llosa, en la última página estremecedora de Le dedico mi silencio, anunciaba que no escribiría más ficciones. No, no es sólo eso: se acaba o se cierra también la generación entera que estalló a comienzos de los años sesenta, ese puñado amplio de novelistas que irrumpieron en el paisaje rígido de la España franquista y transformaron, acaso más de lo que nadie se esperaba, la literatura de lengua española, la identidad de América Latina y la difícil relación que ha habido siempre entre las dos. Esa generación, acusada en su momento de no ser más que un fenómeno de mercadeo (pero ya hemos olvidado el nombre de los acusadores, y en cambio los acusados siguen tan vigentes), echó nuevas luces sobre los maestros que venían antes y abrió troneras en las paredes para que por ellas pasaran los aprendices que vinieron después. Mario Vargas Llosa era el último de la estirpe que empieza con Borges: el último de aquellos bárbaros. Y su muerte, que no tenía por qué sorprenderme, me ha provocado una curiosa sensación de intemperie, como si alguien se hubiera llevado de repente la casa donde hemos vivido toda la vida.
La noticia me llegó a París, una ciudad que tiene tanto que ver con los libros de Vargas Llosa —aunque muy pocas páginas de su obra ocurran en ella— como la Lima de Conversación en La Catedral. Así es: pues sin París, o sin cierta concept de París que tal vez no exista en realidad ni haya existido nunca, es incomprensible la vocación literaria de Vargas Llosa, que nació a la sombra de las novelas de Dumas o de Victor Hugo y se afianzó con Flaubert y se hizo adulta con Sartre y acaso con Malraux. Me consta que ninguna de sus muchas distinciones lo hizo tan feliz como la inclusión de sus libros en la biblioteca de La Pléiade, donde están reunidos todos los autores que le importaron y adonde muy pocos, poquísimos, han llegado en vida; y tal vez ni siquiera el premio Nobel le haya llenado el alma tanto como su nombramiento tardío en la Académie Française. Sea como sea, Vargas Llosa tenía una relación supersticiosa y casi fetichista con París; y de las muchas lecturas posibles que ofrece su vida, hoy pienso en la que va del joven angustiado que lee Madame Bovary en un lodge de nombre Wetter, preguntándose si será capaz de ser novelista y aun considerando la posibilidad de no vivir más, hasta el hombre mayor que recibe bajo la cúpula de la Academia el cetro que lo distingue como inmortal.
Los inmortales: así se conoce en Francia a los académicos, pues lo son a perpetuidad y no dejan de serlo después de muertos, y esa metáfora, en el caso de Vargas Llosa, ahora toma visos nuevos. Lo cual es otra manera de declarar mi convicción invulnerable de que sus novelas vivirán entre nosotros para siempre, o por lo menos mientras sigan existiendo las ficciones como forma de explorar el mundo, y, sobre todo, mientras sintamos los ciudadanos la necesidad imperiosa de rebelarnos o de resistir: resistir contra las imposiciones del poder, rebelarnos contra las restricciones que sufre nuestra libertad, resistir y rebelarnos contra las limitaciones diversas que padecen nuestras vidas frágiles al chocar contra los mecanismos de la política y la historia. Las ficciones de Vargas Llosa, esos 65 años que van desde los relatos de Los jefes hasta la última novela, son un constante ejercicio de rebeldía en el que los libros llegaron incluso a rebelarse contra su autor. Como todos los grandes novelistas, Vargas Llosa escribió con frecuencia novelas que parecían saber más que él mismo. Esa es la impresión confusa y admirada que se tiene leyendo Historia de Mayta, por ejemplo, o La fiesta del Chivo, o Tiempos recios. Las novelas de Vargas Llosa son un refugio, un lugar donde protegernos del adoctrinamiento y el fanatismo, un espacio de disidencia.
Eso, en parte, es lo que he buscado siempre en ellas, y eso es lo que seguiré buscando. He escrito mucho, y siempre con gratitud, sobre la importancia definitiva que tuvo la obra de Vargas Llosa para mi propia vocación. He escrito mucho sobre su ejemplo de disciplina y consagración testaruda a este oficio que puede a veces ser tan ingrato, y sobre su comprensión de la literatura como una pasión exclusiva y excluyente; y en momentos de incertidumbre me acompañarán siempre sus alegatos sin cuartel a favor de la ficción y su insobornable coraje de ciudadano. Pero hoy recuerdo además su rara generosidad y su incapacidad para el cinismo. La última vez que lo vi, en un comedor de Guadalajara, seguía teniendo la misma curiosidad inquisidora que le imagino al joven del lodge Wetter: acostado en una cama incómoda, leyendo a Flaubert, preguntándose si hay futuro para él.