Una de las incógnitas que planteábamos pocos días después del 8 de agosto cuando Salvador Illa fue investido presidente de la Generalitat es si ese tono templado –aburrido, decíamos– que le caracteriza lograría sobrevivir a la hipérbole política. Por ahora, casi cinco meses después, parece que sí.
Illa ha logrado consolidar su gobierno sin sufrir apenas desgaste de materiales. Ha colocado a más de 350 cargos de su confianza en el andamiaje del nuevo Govern sin contratiempos. Puede parecer un dato irrelevante pero no lo es. Ya nadie recuerda lo costoso que resultó para el primer Tripartit de Pasqual Maragall tomar las riendas de la administración catalana. En cada despacho había una emboscada.
Bien es cierto que la transición modélica –así la definieron ambos– del president Aragonès al president Illa puede ser en realidad y más que nada descriptiva del agotamiento del anterior gobierno republicano. Mirando hacia atrás ya resulta evidente que estaban bastante hartos de sí mismos.
Illa, hasta ahora, juega con una teórica ventaja. Ni Junts ni Esquerra, ni el PP catalán ni los Comuns –cuatro de las seis fuerzas políticas que podrían actuar como oposición a su gobierno– tienen aún una posición y una estrategia firme para toda la legislatura.
En estas condiciones es difícil que le puedan plantear una batalla grave. Pero, y en realidad esto último es más importante para Illa, tampoco le permite construir alianzas estables. El president dijo esta semana que no tiene prisa en aprobar los presupuestos del 2025. Que seguirá esperando a que la nueva Esquerra del veterano Oriol Junqueras vea la luz.
Pedro Sánchez es, a día de hoy, un aliado del president. Una alianza tan firme es inédita en la historia de la autonomía catalana.
También el escenario español requiere paciencia. Pedro Sánchez es, a día de hoy, un aliado del president. Una alianza tan firme es inédita en la historia de la autonomía catalana. Pero el estrecho desfiladero por el que transita el Gobierno central, con una mayoría cada vez más inestable y una oposición feroz en todos los frentes, puede mermar su capacidad de maniobra en asuntos trascendentes. Ya lo hemos visto con la ley de Amnistía –sin la que la normalización pregonada por el president seguirá coja– y puede ocurrir con la financiación. No es previsible que este escenario amaine.
La cuestión es si la paciencia puede acabar embozando el proyecto de Illa porque, por mucho que disponga del Diari Oficial de la Generalitat, cuenta solo con 42 diputados en el Parlament, lejos de los 68 de la mayoría absoluta.
Contra esta posibilidad previno el president a sus 350 nuevos directivos del Govern el viernes pasado en l’Hospitalet cuando les dijo que, si bien es cierto que son un gobierno en minoría y que, forzosamente, tendrán que escuchar, transigir y acordar eso no significa que deban pedir hora para entrar en el despacho y ponerse a trabajar.
En esa lógica el Consell Executiu aprobó esta semana el plan de gobierno. Un documento donde pone negro sobre blanco qué quiere hacer. La revolución del servicio público, lo definió Illa en la reunión. Un programa reformista.
El president se puso así en la misma tesitura que antes de las elecciones cuando en el debate electoral de la televisión pública les dijo a sus adversarios: si gano las elecciones presentaré mi candidatura. Ustedes ya verán lo que hacen. El plan de gobierno responde a la misma lógica. Ese es su proyecto, que incluye elementos sustantivos de lo pactado para lograr la investidura con ERC y los Comuns. Ahora les toca a los demás dar el paso. Mientras tanto, a primera hora, ya estará en el despacho.