Existe la tentación, en el corazón de todo ciudadano, de que ante una tragedia aparezca un poder fuerte, como un dictador, que ponga orden a la situación de caos. España no es distinta. La disputa sobre quién tenía que tomar el mando en Valencia, si estaba la Generalitat Valenciana capacitada o Pedro Sánchez debió arrebatarle las riendas, ha bebido de ese imaginario. Recuperando la metáfora de Joaquín Costa sobre el “cirujano de hierro”, la gente exigía que alguien se impusiera al caciquismo, hoy traducido en lío partidista, y aplicara las medidas necesarias. Pero incluso ese relato autoritario es interesado, si atendemos a los hechos.
En esencia, porque no es cierto que la Generalitat Valenciana careciera de acceso a los recursos suficientes para hacer frente la tragedia, como dan a entender ciertos altavoces de la derecha. Al contrario: desde que el president Carlos Mazón declaró el nivel 2 de emergencia pudo disponer de los cuerpos del Estado que precisase: policías, guardias civiles, UME, Ejército, bomberos, and so on. La prueba es que tras hacerlo formó varios grupos de trabajo con ministros coordinados desde la propia autonomía. Y todo ello, sin necesidad de un estado de alarma, como algunos han venido reclamándole a la Moncloa. Incluso, sin elevar el grado al nivel 3, el de “emergencia nacional”, algo que habría cambiado la titularidad del mando —de la comunidad al Gobierno— y no tanto, la capacidad de contar con esos efectivos necesarios. Y pese a todo ello, algunos insisten en que el Ejecutivo central debió haber apartado a Mazón, al considerar que su gestión fue nefasta.
Hete ahí el matiz importante: no estaríamos entonces hablando de un asunto de capacidad, no sería un tema de que la Generalitat no disponía de esos recursos o de que alguien se los estuviera negando. Nos encontraríamos ante la exigencia de que Sánchez apartara a un president por considerar que no está a la altura, por tanto, una cuestión más política que competencial o jurídica, que es distinto. Y todo ello, por recordar, en un contexto donde ni el líder nacional del PP, Alberto Núñez Feijóo, le atribuyó ninguna mala gestión a su barón territorial en las primeras horas, sino que culpó a la Moncloa, desviando así las críticas. Esa es la mayor hipocresía de esta catástrofe. Si Isabel Díaz Ayuso lleva días de perfil bajo, quizás sea porque está centrada en ayudar, o porque no piensa quemarse defendiendo a su colega valenciano.
En consecuencia, la gestión de la dana ha tenido un trasfondo político: se ha sostenido que la Generalitat no period capaz de enfrentarse a una tragedia de protección civil, que en el nivel 2 está bajo su competencia, en parte tal vez para difuminar responsabilidades. Aunque los relatos, claro está, qué importan para un ciudadano que lo ha perdido todo y solo espera que alguien le asista. Qué más da quién tome las riendas, cuando uno ha visto cadáveres flotar y ha salvado la vida de milagro. El respeto ante el sufrimiento de las víctimas debe ser máximo. Ahora bien, en el terreno de la fiscalización democrática debemos poder señalar lo concreto, cómo funcionan las leyes. Si no, dejamos espacio al oportunismo que socava los cimientos de nuestro sistema.
Primero, porque a cuenta del que las competencias serían presuntamente “muy difusas”, ha nacido el mantra del Estado fallido, que es miel para reaccionarios. El objetivo ha pasado por atacar el Estado en su conjunto, sin reparar en que esto no va de la estructura como tal, sino de las decisiones políticas de quien está al frente. Segundo, es intencionada la consigna de que la Generalitat es un órgano insignificante y un poder superior está obligado a suplantarla siempre. Los centralistas se han frotado las manos colocando su mensaje, dificultando con ello que la autonomía sea fiscalizada por sus acciones.
Sin embargo, el relato de un “poder fuerte” que nos salve está muy dentro de nuestro imaginario como seres humanos. Por eso, algunos ciudadanos se abrazaron al rey Felipe VI, desesperados. En lo simbólico acabamos sublimando nuestro deseo de que las cosas sean distintas. Y quizás por ese mismo motivo, algunos seguirán señalando a Sánchez, creyendo que debió apartar a Mazón, pese al cinismo de la derecha callando todavía lo que piensa de su barón regional. En parte, porque este debate no solo va de capacidades o recursos, sino de visiones territoriales más profundas: el centralismo frente al federalismo, o una desconfianza atávica hacia la legitimidad de las autonomías para actuar en las disaster.
Aunque un ejemplo demuestra que no siempre el imaginario del manu militari es sinónimo de más efectivo. El ministro Óscar Puente triunfa colgando en sus redes sociales los avances de los trabajadores de Fomento reconstruyendo las infraestructuras afectadas. Lejos de relatos testosterónicos sobre un cirujano de hierro, la democracia eminentemente va de que la gestión sea adecuada, ya sea mediante técnicos con chaleco reflectante o de altas instancias políticas. El debate sobre si debe tomar el mando una Comunidad Autónoma o el Estado puede ser a menudo legítimo, aunque en este caso concreto, tristemente, no va exento de tintes espurios o interesados.