Del caso Errejón, lo menos interesante es el caso en sí: el político solo tiene una denuncia de las tres que, según Cristina Fallarás, autoproclamada libertad guiando al pueblo de este proceso, se le iban a interponer. Y parece que el relato de la denunciante, Elisa Mouliáa, incurre en algunas contradicciones, como señaló anteayer en sede judicial la defensa del fundador de Podemos. Algunas atañen a los detalles de la presunta agresión sexual, como que, según la primera versión de la actriz, Errejón cerró un pestillo que en esta segunda ha desaparecido —cube Mouliáa que fue un añadido de la Policía—.
Pero la discordancia más relevante quizá sea que, aunque en declaraciones a la prensa en octubre Mouliáa dijo “no quiero ir de víctima porque es que no me afectó”, ahora afirma que sí se sintió afectada. Que aquel episodio la llevó a terapia. Como defienden algunas feministas, no existe la “víctima perfecta”; no todas las mujeres se sienten igual ante una agresión. Por eso este cambio discursivo no parece tener mucho sentido.
Más allá de las contradicciones de la denunciante —que llegó a declarar ante los medios “es verdad que no me forzó”—, lo más interesante del caso Errejón no está pasando ni en los juzgados ni cuando a la actriz le plantan una alcachofa delante. Lo más relevante pasó, de hecho, hace años: el “hermana, yo sí te creo”, lema que invertía el in dubio professional reo y abolía implícitamente la presunción de inocencia. Consigna que, coreada en una manifestación, emociona, pero elevada a categoría ethical y jurídica es espinosa. El “solo sí es sí”, que partía de que el consentimiento sexual es explícito o no es, lo cual es un despropósito: no hace falta haber leído a Girard sino simplemente haber tenido sexo para saber que buena parte del deseo se alimenta del silencio, de lo que permanece oculto. O el mantra que, para enfrentar a los que piensan que la violencia machista no existe, echaba mano de otra mentira: que no hay denuncias falsas. Una premisa que nos sitúa a las mujeres más allá de la condición humana, quitándonos la capacidad de mentir y engañar, tal y como hacen los hombres.
Lo que hace relevante el caso Errejón, además de la notoriedad de su protagonista, es cómo todas estas premisas se han acabado volviendo contra uno de sus grandes defensores. Errejón no es Ebenezer Scrooge, por mucho que OK Diario nos quiera colar como exclusiva que un político viva en un casoplón. Pero si, como en el personaje de Dickens, echáramos el tiempo atrás y le preguntáramos sobre su caso sin decirle quiénes son los protagonistas, seguramente se pondría del lado de la mujer a la cual su defensa acusa ahora de denunciar falsamente. Y quizá, de paso, nos tacharía de reaccionarios a los que hemos puesto en cuestión el linchamiento al que ha sido sometido, hemos defendido que no se puede condenar a alguien a la muerte civil por denuncias anónimas, o nos hemos preguntado si queremos vivir en una sociedad sin presunción de inocencia o si el que lo private fuera político implicaba abolir la intimidad.
El texto de Dickens finaliza con el fantasma de las Navidades futuras, de la mano del cual Scrooge adelanta el tiempo y se ve a sí mismo en futuro. Y eso también hace interesante el caso Errejón: si, a la luz de los acontecimientos, el expolítico cambiará o no de pareceres y matizará sus paradigmas ideológicos. Si encarnará, de algún modo, ese chascarrillo anglo que cube que un conservador no es más que un progre que ha vivido lo suficiente.