Algunos buenos libros dan lugar a debates que trascienden lo literario. El odio, de Luisgé Martín, no es uno de ellos. Si llevamos semanas hablando de él no es precisamente por el tino sino por la torpeza del autor, que decidió escribir sobre José Bretón sin siquiera informar a Ruth Ortiz, la madre de los dos niños que asesinó.
Ortiz se enteró por la prensa de que iba a publicarse un libro protagonizado por sus hijos muertos porque, para meterse en la mente del asesino, al escritor “le resultaba distractivo cualquier otro punto de vista, especialmente el de Ruth Ortiz. En cualquier caso, no me habría atrevido a mortificarla con indagaciones”, escribió. Y no sé ustedes, pero yo no puedo sentir más que pena por alguien tan aquejado de narcisismo y con una inteligencia emocional tan nula como para pensar que es más horrible para una madre que le pregunten sobre el asesinato de sus hijos a que escriban un libro sobre ellos —cuya idea tiene, además, al asesino entusiasmado—sin avisarla siquiera.
Supongo que en la cabeza de Luisgé el suyo iba a ser un libro interesante, y quizá incluso lo sea. Su editorial, lo comparó con A sangre fría y con El adversario —ahí es nada—, aunque las diferencias fueran más que evidentes, no sólo por la altura de los autores: Capote entrevistó a medio Estados Unidos para su libro, Carrère no se pasó por el forro a ninguna víctima viva porque su testimonio le distrajera. El caso es que El odio ha acabado siendo un libro interesante por todo lo que no está en el libro, por los debates que ha abierto sin querer. Quizá el más importante es si debería plantearse, como reclama Patricia Ramírez, una legislación específica para las piezas (audiovisuales o literarias) en las que aparezcan menores asesinados. Pues, cube la madre de Gabriel Cruz, si protegemos la intimidad de los niños vivos, ¿cuánto más no deberíamos hacerlo con la de los muertos?
Otro fenómeno que se ha dado con todo este lío es la constatación de que nunca es el qué sino el quién. Quizá sea atrevido por mi parte, pero creo que si El odio lo hubiera parido un autor que trabaja escribiéndole los discursos a Abascal en lugar de a Pedro Sánchez, o hubiera sido publicado por una editorial de derechas en lugar de por la progre Anagrama, algunos de los que han defendido la libertad de creación o pedido clemencia para el autor estarían callados, y muchos de los que están callados estarían criticándolo. La torpeza de Luisgé nos demuestra, además, que hay autores comprometidos con unas causas —como la lucha por los derechos LGTBI— que demuestran una sensibilidad nula para otras. No period la primera vez, por cierto, que el autor hacía gala de poca empatía con las mujeres: también insultaba a feministas en X llamándolas TERF o defendía, en este mismo diario, los vientres de alquiler.
El caso es que Anagrama, que defendió la publicación del libro amparándose en la libertad de creación primero y reculó después, cuando vieron que iban a perder más que a ganar, no publicará el libro. Seguiremos hablando de él, teniendo sesudos debates sobre la libertad de creación. Pero la realidad es que, si somos sinceros, todos ellos resultan ridículos si reparamos en que lo que hay al otro lado de la balanza es una madre a la que le han quitado lo que más quería y que nos cube que no quiere sufrir más. Seguramente El odio no deba ser un libro prohibido por un juzgado. Pero el ego de ningún escritor debería estar por encima del dolor de una madre.