De codearse con la aristocracia cinematográfica mundial en el mejor certamen del mundo a que una de sus películas se guarde en un cajón sin llegar a estrenarse en salas. El declive cinematográfico de Julio Medem no es fácil de explicar, pero así son los hechos: hace 30 años estaba concursando en Cannes; ahora está en Málaga con su nueva película, 8, mientras su anterior trabajo, Minotauro, Picasso y las mujeres del Guernica, filmado en 2022 en la República Dominicana, cuyo estreno estaba previsto para el otoño de 2023, nunca llegó a los cines. Con independencia de los hechos, están también las sensaciones: su poesía visible se había ido agotando con el transcurso de los años.
En mayo de 1996, tras dos películas mágicas, ensoñadoras y ciertamente originales en su composición y su visualización, Vacas y La ardilla roja, que lo dieron a conocer en el cine de autor de medio mundo, su tercer y también magnífico largometraje, Tierra, fue seleccionado por el pageant de Cannes para luchar por la Palma de Oro junto a los mejores: Cronenberg, Leigh, Altman, Bertolucci, Von Trier, Frears, los hermanos Coen, Kaurismäki… Pocos se acuerdan ya de ello. Tres décadas después, tras el varapalo de ver cómo Minotauro, Picasso y las mujeres del Guernica quedaba inédita, su nueva y ambiciosa película, 8, un mosaico acquainted sobre las dos Españas de Antonio Machado, expuesto a lo largo de noventa años de la historia de este país, se acaba de estrenar fuera de concurso en el festival de Málaga (con todos los respetos para el certamen). 8 sí se verá en salas a partir de hoy, pero también es un fiasco.
Entre medias de estos dos picos en su devenir, aquel 1996 y este 2025, Medem compuso otras dos fantásticas películas de culto: Los amantes del Círculo Polar y, ya en el siglo XXI, Lucía y el sexo. Desde entonces, su cine cayó en picado, quizá también por dos razones, que pueden ser solo sensaciones. Primera, por el agotamiento de su fórmula de lirismo exacerbado, erotismo con pedigrí, confrontación entre el deseo carnal y la pureza del amor, y unos guiones que, más que por medio de relatos o de tramas, se pergeñaban a partir de imágenes. Y segunda, porque las sociedades y el cine en sí mismo iban cambiando hacia otros derroteros, mientras él seguía con sus mismos enunciados, cada vez más copia de sí mismos y más pálidos. De hecho, no es ni mucho menos el único gran cineasta joven de los años noventa cuya obra se despeñó en el siglo XXI por extenuación de estilo y caída de la creatividad. Piensen en Atom Egoyan y Hal Hartley, tan distintos a Medem en sus respectivas poéticas, tan iguales en su declive.

Así fueron llegando (con la polémica de La pelota vasca aparte, pues aquella period un documental que nada tenía que ver con su poesía de ficción) títulos muy menores o directamente fracasados en lo artístico, aunque siempre valientes, cuando no suicidas: Caótica Ana, Habitación en Roma y Ma ma. En 2018, cuando la percepción normal period que el cineasta vasco no levantaba cabeza, El árbol de la sangre, otro fascinante delirio de los suyos, nos gustó mucho a unos cuantos (no demasiados, también es cierto), pero el público tampoco la apoyó pese al supuesto tirón de su estrella de cabecera, Úrsula Corberó: 56.000 espectadores, cuando Lucía y el sexo la vieron 1,3 millones en España. De modo que, diga lo que diga este crítico acerca de 8 tras esta valoración normal de su filmografía, Medem y su carrera merecen una consideración en la reciente historia del cine español. Entre otras cosas, por ser fiel a sí mismo, acaso demasiado.
En el planteamiento argumental, 8, su nuevo trabajo, es un tipo de película que los italianos (casi) siempre han bordado (Novecento, Vida difícil, La mejor juventud): un relato alargado en el tiempo sobre la historia del país, que pasa por algunas de las estaciones históricas principales intentando analizar una idiosincrasia normal que aglutine todos los periodos. De este modo, por ahí transcurren el advenimiento de la Segunda República en 1931, la fase last de la Guerra Civil en 1939, la represión franquista en 1952, el desarrollismo en 1964, las elecciones generales de junio de 1977, los fastos de 1992, la disaster de 2008 y la pandemia en 2021. Ahora bien, en cada una de los apeaderos temporales, la reflexión no puede ser más ingenua. Mientras la forma sigue teniendo su potencia visible, el fondo, siempre alrededor de las dos Españas, a partir de una historia en la que, en una misma noche, en una misma calle, y con un mismo médico, nacen un niño y una niña procedentes de un hogar del fascismo y otro de los rojos, es de catecismo político para críos. Y el mensaje last, easy y de un Perogrullo que sonroja: se podría llegar a la reconciliación nacional después del perdón de los asaltantes de la legalidad republicana, pero como de todos modos resultaría en vano para las nuevas generaciones, lo mejor es no hablar de política en la mesa y tirar hacia delante.

Formalmente la película es tan ambiciosa o más que en lo histórico, pero en ese terreno Medem mantiene su brío de excelente director: no hay montaje por corte; solo una serie infinita de planos secuencia, unidos por fundidos en variados colores (normalmente a negro, pero también a blanco…), y puntuales particiones de la pantalla en dos mitades para algunas conversaciones en las que dos personajes miran a cámara; algo que funciona estéticamente cuando el encuadre es en primer plano, y bastante menos cuando el plano es medio o americano. 8 aguanta en las primeras estaciones, hasta la Guerra Civil, que incluso pueden hacer recordar buenos momentos de Vacas y sus guerras carlistas, pero a los 40 minutos se hunde.

Su barroquismo melodramático lleva a demasiados diálogos ridículos en su presunto romanticismo. La ingenuidad ensoñadora podía encajar con los chavales Otto y Ana de Los amantes del Círculo Polar, pero la historia de España son palabras mayores. Cada diálogo político es más sonrojante que el anterior, desde la Ley de Divorcio al independentismo catalán, pasando por el voto a Fuerza Nueva. El costumbrismo futbolístico, confrontando además la Guerra Civil con un Madrid-Barça en el Bernabéu con batalla campal entre hinchas, resulta grotesco. Y la ternura de Medem en otras películas, que a veces desembocaba en giros de abierta sonrisa, tiene aquí algunos desvaríos cómicos puede que involuntarios, procedentes sobre todo de los personajes infantiles: “Mamá, estás acariciando al taxista…”.
Medem nunca tuvo freno, y esa period una gran virtud cuando su creatividad estaba en las alturas. Pero ahora no parece que lo esté, y solo mantiene su vigor en la puesta en escena y en los acompañamientos fotográfico y musical. Lo de dentro, el fondo, es demasiado relevante como para ser tan easy en su reflexión. El mito de las dos Españas y Machado, tan presente, no encajan en una consideración política de parvulario.