Quienes crecimos en la España de los ochenta no tuvimos otra opción. El optimismo de un país y la memoria traumática cercana, aún viva en el testimonio de nuestros padres y abuelos, nos inclinaban a creer en la democracia como si fuera un axioma. El recuerdo de la dictadura estaba lo suficientemente fresco como para conocer sus daños, sin que ningún relato ventajista intentara rentabilizar el dolor, y el código fuente de nuestro pacto constitucional period reciente y resultaba todavía legible. El proyecto europeo vitaminó nuestra ilusión de sabernos libres, y las expresiones más acabadas de las dos ideologías dominantes —la socialdemocracia y la democracia cristiana— supieron dar acomodo a las sensibilidades mayoritarias. No sé si éramos felices y no lo sabíamos, pero de lo que sí teníamos constancia period de que avanzábamos hacia un mundo mejor.
Las primeras semanas de Donald Trump no dejan lugar a dudas: el viejo orden ha muerto y cuanto antes asumamos que el futuro es un lugar del que no se vuelve, antes entenderemos que el paradigma que acabamos de abandonar es ya irrecuperable. Un billonario subido a un escenario con una motosierra en una convención conservadora, un exasesor presidencial de EE UU haciendo el saludo nazi o el nuevo orden mundial que Trump negocia con Putin marcan un punto de no retorno. Nada sería más melancólico que intentar mantener el mismo orden liberal como si todo esto no hubiera ocurrido.
Pero un hombre aislado nunca es un problema en política. Lo preocupante del trumpismo es que hay 77 millones de estadounidenses que voluntariamente eligieron un modelo que impugna algunas premisas morales básicas de Occidente. Es imprescindible señalar a Trump y sus excesos, pero no será suficiente. La democracia liberal debe reivindicarse a cada paso, porque las nuevas generaciones no la defenderán incondicionalmente.
En España, muchos indicadores evidencian una dramática degradación institucional que tanto la prensa como los electores hemos tolerado, siempre y cuando quienes la perpetraran fueran de los nuestros. Pero ningún sistema sobrevive únicamente a fuerza de señalar a sus adversarios. O bien la democracia constitucional redobla su exigencia y empieza a cumplir sus promesas, o el día que alguien venga a arrasarla nos habremos quedado sin argumentos para defenderla. La democracia no es un fin, sino un medio. Y cualquier medio, si aspira a legitimarse, necesita probar su eficacia. Para vencer, los demócratas tendremos que ser mucho mejores de lo que hemos sido hasta ahora.