Además de la prensa escrita, la radio, y la televisión, estos días se puede asistir a la destrucción causada por la dana deslizando el dedo por X, por Instagram, por TikTok… Mirar horrorizado una película de miedo y tristeza sin fin, en cualquier momento, en cualquier sitio.
Asistir a una obra de teatro infantil, y desconectar un momento para ver ese vídeo de una mujer con varios niños, confiada en que con un poco de arrojo puede cruzar el palmo y medio de agua que corre por una calle en Jerez de la Frontera (Cádiz). Sentir la angustia nerviosa del acto reflejo que tiene a tiempo y que le permite pillar por la capucha a una de las niñas que va con ella, antes de que sea arrollada junto a la mochila que acaba de perder y que intentaba recuperar.
Desatender un segundo la comida de amigos, reunidos al fin varios años después, porque alguien ha enviado el clip del conductor de un tráiler que, no se sabe muy bien por qué (las reacciones en situaciones de peligro son imprevisibles), se lanza contra un manto de agua desbocado. Vivir segundo a segundo su tragedia: cómo el vehículo de gran tonelaje arremete contra la corriente, se adentra en la masa gris, y empieza a surfear. Se percibe claramente que el agua ha subido demasiado y que su conductor poco puede hacer para recuperar cualquier management de la situación.
Paralizarse delante de la estantería de lácteos del supermercado para observar la imagen de ese hombre encaramado en el techo de un coche arrastrado por el agua que seguramente baja mucho más rápido de lo que parece. Salta en el momento justo, guarda el equilibrio y se pone a salvo en el techo de otra furgoneta, atascada, que la corriente no ha logrado engullir. Entender cómo de certeros son esos segundos que probablemente le salvan la vida, y pensar en lo difícil que ha sido, con las piernas seguramente temblorosas, con la única y ridícula experiencia comparable del miedo que da cruzar un riachuelo piedra a piedra.
Detener un momento la película de Netflix, desde un cómodo sofá, para contemplar el trabajo de los buzos de las fuerzas de seguridad, con el agua, la suciedad y la falta de luz hasta el cuello, bajando a los aparcamientos anegados. Se piensa en la inmersión que se hace a oscuras, donde el lodo y el silencio no dejan ver casi nada. Se conjetura sobre cómo es caminar a tientas, con las manos por delante, y el corazón encogido, con la esperanza de encontrar solo un revoltijo de hierros, y nada más. Nada más.
Seguir sentado en el baño después de haber tirado de la cadena para compartir por WhatsApp el miedo que provoca todo ese barro compacto, y empachado, que se ve bajo el sol después de la tormenta, del que sobresalen los techos de coches. Padecer por qué otras cosas guarda en su inside, por cuántas vidas, cuántas casas, cuántos hogares ha hecho añicos. Y por cuántas manos sucias, cuántos pies destrozados, cuánto cansancio y cuánto dolor serán necesarios para poder finalmente saberlo.
Son postales de la tragedia, que asaltan en cualquier momento. Es casi imposible ignorarlas. Que el desastre sea lo último que se consulte en el teléfono antes de ir a dormir; lo primero que se busca solo al despertar. Una llamada urgente a la acción en el bolsillo de cualquiera que desee ayudar, ignorando la pelea política desalmada. Quizá esta vez las redes han servido para algo más que para difundir bulos, que merecen ser perseguidos judicialmente. Quizá esta vez X ha recuperado el aura de aquel sitio en el que merecía la pena estar. A pesar del uso torticero y descarado que los de siempre, que son minoría, pretenden darle a la pink social.