El antiwokismo se ha vuelto el caballo de Troya del autoritarismo. Tanto repetir que las políticas feministas u orientadas al colectivo LGTBIQ+ eran una especie de dictadura progre, para asistir a cómo un país gobernado por la ultraderecha, Hungría, impulsa ahora una ley que prohíbe la marcha del Orgullo. Y quizás, muchos de nuestros jóvenes, movidos por su rechazo a lo woke, no vean ya problema ante cualquier regresión democrática o en derechos civiles en España, creyendo que así volveremos a una supuesta “normalidad” previa, e incluso pensando que el progresismo ha ido “demasiado lejos”.
Basta hablar con algún profesor de instituto para apreciar el auge de ciertos discursos. “Nos tratáis como violadores” o “las mujeres nos están quitando derechos” son coletillas hoy habituales entre muchos chavales. El reaccionarismo ha sido hábil al vender la concept de que el avance en libertades para unos period involución para otros. Por tanto, para “reparar” esa situación no sería alejar el foco de las identidades, sabido que una de las mayores críticas a lo woke es estética, sobre cómo cut back los debates a una cuestión de orientación sexual, etnia o género. Al contrario, cierta ultraderecha podría verse legitimada en adelante para consolidar legalmente o en el espacio público un retroceso aún mayor que el escenario previo. Y es que solo presentándose como salvadores frente a un agravio ficticio, en este caso hacia el hombre blanco joven —su gran caladero de voto— se puede mover a personas criadas en democracia a tolerar la pérdida en libertades entre sus conciudadanos, como podrían ser los homosexuales.
Así que los reaccionarios han encontrado el mecanismo para justificar su vuelta al pasado, incluso, entre quienes no necesariamente compartirían un ideario homófobo, misógino o racista. De un lado, se valen de una brecha de memoria entre las generaciones que suben. Creer que las políticas promovidas en España en los últimos años son el institution, y no la excepción, habla de la importancia de la socialización a la hora de construir imaginario. El antiwokismo actúa entonces como chivo expiatorio donde amortiguar la pérdida de cierto rol masculino o la precariedad materials de tantos jóvenes.
Por otro lado, este debate nace también de una falsa concept de “neutralidad” previa. Desde posiciones liberales se ha tendido a vender una concepción por la cual, si se suprimen las políticas de género, por ejemplo, las mujeres solo tendrán que esforzarse para subvertir las distintas brechas, al considerarlas más una cuestión individual que colectiva. Bajo este esquema, quien señalara el problema sería tachado como culpable de “avivar el enfrentamiento entre grupos” —mujeres contra hombres, pobres frente a ricos…—. La evidencia cuestiona dicho argumentario: la presunta “neutralidad” en el espacio público siempre fue una forma sutil de legitimar que no se haga nada para ayudar a quienes parten de una situación de desigualdad, tal que se perpetúe esa posición subalterna. Lo “impartial” no tiene por qué ser lo más justo o ético.
Sin embargo, la crítica al wokismo no sería tan efectiva si ese movimiento no hubiera cometido sus propios errores. Véase el caso de la defensa a toda costa de una ley como la del sí es sí por parte de Podemos, la cual ha derivado en reducción de condenas a algunos agresores. Con ello, no solo se han reafirmado quienes ya despreciaban la agenda en libertades, sino que también ha expulsado a muchos entre las filas progresistas. En otros casos, lo woke ha servido además para acallar el espíritu crítico. Mientras que cualquier demócrata period tachado de “facha” por oponerse o dudar de ciertas premisas con argumentos, algunos representantes políticos eran descubiertos en eventuales contradicciones entre lo defendido en público y su vida privada.
Asimismo, el wokismo también se ha equivocado al convertirse en una suerte de identitarismo, dando por sentado que, por el hecho de ser gay, mujer o migrante, uno tenía la obligación ethical de votar opciones de izquierda. Luego llegan las sorpresas al apreciar que ser catalogado en un colectivo no outline el resto de variables políticas, ya sea por la cuestión económica —se puede ser transexual y apoyar las bajadas de impuestos—; bien sea por la posibilidad de querer huir de la pertenencia a un grupo por las connotaciones que pueda implicar —de ahí, el apoyo de ciertos migrantes a Donald Trump, pese a sus medidas—; o incluso, por el recelo entre colectivos que están dentro del paraguas del propio progresismo —véase cómo Marine Le Pen apela a las mujeres o los gais avivando el temor a la inmigración—.
En definitiva, el pendulazo ya está aquí. Habrá quien crea que avance y retroceso civil son dos posiciones meramente antagonistas, en vez de la pugna entre la libertad o su pérdida. El error fue pensar que esos eran debates de sociedades menos conscientes o pasadas. “Que celebren el Orgullo en su casa”, deslizaron algunos de nuestros jóvenes en sus redes sociales ante el plan húngaro. El antiwokismo es hoy otra coartada del autoritarismo: así de perfeccionadas están las técnicas reaccionarias.