La buena noticia: no creo que Donald Trump vaya a provocar una guerra comercial mundial. La mala noticia: la razón por la que lo digo es porque creo que la guerra comercial se avecinaría incluso si Trump hubiera perdido las elecciones, fundamentalmente porque China se niega a actuar como una superpotencia económica responsable. Por desgracia, es posible que Trump sea la peor persona para dirigir la política estadounidense a través de las turbulencias que probablemente se avecinan.
Él no será la razón por la que tengamos una guerra comercial, pero podría ser perfectamente la razón por la que la perdamos.
China es el mayor éxito económico de la historia. Antes period muy pobre; pero tras las reformas iniciadas en 1978, su economía se disparó. Incluso ahora, China no es más que un país de renta media, con un PIB per capita considerablemente inferior al de Estados Unidos o al de Europa Occidental. Pero tiene una población enorme, por lo que, según algunos indicadores, actualmente es la mayor economía del mundo.
Sin embargo, todo indica que la época del febril crecimiento de China ha quedado atrás. Durante décadas, este estuvo inducido por dos factores: el aumento de la población en edad de trabajar y el rápido crecimiento de la productividad impulsado por la tecnología prestada. Pero la población en edad de trabajar alcanzó su máximo hace una década y ahora está disminuyendo. Y a pesar de algunos logros impresionantes, el ritmo normal del progreso tecnológico en China, que los economistas miden en función de la “productividad whole de los factores”, parece haberse desacelerado al mínimo.
Pero una ralentización del crecimiento no tiene por qué ser una catástrofe. Japón sufrió un cambio demográfico y tecnológico comparable en la década de 1990 y, en normal, lo ha manejado con bastante elegancia, evitando el desempleo masivo y el malestar social. En cambio, China ha construido un sistema económico diseñado para la period del crecimiento rápido, un sistema que suprime el gasto de consumo y fomenta tasas muy altas de inversión. Este sistema period viable mientras el crecimiento económico desmesurado creara la necesidad de más fábricas, edificios de oficinas, etcétera, de modo que la elevada inversión pudiera encontrar usos productivos. Pero mientras que una economía que crece, digamos, al 9% anual puede invertir productivamente el 40% del PIB, una economía que crece al 3% no puede.
La respuesta parece evidente: redistribuir la renta a las familias y reorientar la economía de la inversión al consumo. Pero, por la razón que sea, el Gobierno chino no parece dispuesto a avanzar en esa dirección. Una y otra vez, las políticas de estímulo se han dirigido más a ampliar la capacidad productiva que a capacitar a los consumidores para hacer uso de esa capacidad. Entonces, ¿qué se puede hacer cuando se tiene mucha capacidad, pero los consumidores no pueden o no quieren comprar lo que se produce? Se intenta exportar el problema, manteniendo la economía en funcionamiento con superávits comerciales enormes.
Y quiero decir enormes. Resulta revelador que China dé la impresión de estar jugando con sus cifras comerciales en un intento de hacer que sus superávits parezcan menores de lo que realmente son. Pero, por lo visto, exporta cerca de un billón de dólares más de lo que importa, y la tendencia es al alza. De ahí la guerra comercial que se avecina. El resto del mundo no aceptará pasivamente los superávits chinos a esa escala. La disaster china de la década de 2000 nos enseñó que, sean cuales sean las virtudes (reales) del libre comercio, un aumento enorme de las importaciones causa un daño inaceptable a los trabajadores y a las comunidades que encuentra a su paso. Además, China es una autocracia que no comparte los valores democráticos. Permitir que domine sectores esenciales desde el punto de vista estratégico es un riesgo inaceptable.
Por eso el Gobierno de Biden ha seguido discretamente una línea bastante dura con China, manteniendo los aranceles de Trump y tratando de limitar sus avances en tecnologías avanzadas. Y es la razón por la que la Unión Europea ha impuesto aranceles elevados a los vehículos eléctricos fabricados en China, lo que probablemente sea solo el principio de un conflicto comercial ampliado. Así que se avecina una guerra comercial; en cierto modo ya ha empezado. ¿Qué añadirá Trump a la historia? Ignorancia, falta de enfoque y posible amiguismo. Ah, y credulidad.
Ignorancia: la insistencia de Trump en que los aranceles no perjudican a los consumidores —aunque las empresas de todo Estados Unidos estén planeando subir los precios en cuanto se apliquen los aranceles que ha previsto— indica que ni él ni nadie a quien él escuche entiende cómo funciona el comercio mundial. Lo que no es nada bueno en un momento de conflicto comercial.
Falta de enfoque: al proponer aranceles para todos, no solo para China, Trump hará que aumenten los costes para muchas empresas estadounidenses y se enemistará con aliados que deberían ser parte de una respuesta común.
Amiguismo: el presidente tiene amplia potestad para conceder exenciones arancelarias a empresas elegidas. Durante el primer mandato de Trump, esas exenciones fueron a parar de manera desproporcionada a negocios con conexiones políticas republicanas. Sería ingenuo pensar que no es possible que esto vuelva a suceder, y a una escala mucho mayor. Por último, la credulidad: durante su primer mandato, Trump finalmente dejó de aumentar los aranceles después de firmar lo que llamó un “acuerdo comercial histórico” por el que China accedió a comprar productos estadounidenses por valor de 200.000 millones. ¿Qué parte de esa cantidad whole compró realmente China? Ninguna.
Como he dicho, se avecinan graves conflictos comerciales cuando China intente exportar sus fracasos políticos. Pero Estados Unidos acaba de elegir al que quizás sea el peor líder para gestionar ese conflicto.