Lo más sorprendente de este Trump 2.0 es que es percibido casi como un fenómeno atmosférico, un torbellino o un tsunami del que sabemos que no podemos escapar; solo nos queda guarecernos de sus peores efectos. El discurso de toma de posesión hay que entenderlo, pues, como los truenos que anuncian la tormenta, acompañados de las primeras lluvias torrenciales en forma de inmediatos decretos presidenciales. Lo importante para el nuevo presidente es no perder el momentum, seguir presentándose como una fuerza de la naturaleza, incluso como un emisario divino encargado de detener el “declive americano” y “volver a hacer al país grande de nuevo”, como si el movimiento de la historia lo hubiera designado para completar la misión que dejó pendiente por la perversa interferencia de las fuerzas del mal. El bien está, desde luego, de su mano, de esa mano que, con indisimulado gozo, firmó ante su público las iniciales medidas ejecutivas del nuevo orden.
Ninguna de ellas sorprendió, porque estábamos avisados. En un gesto maniqueo dirigido a trazar una línea entre los buenos patriotas y los despreciables agentes de la administración anterior, destaca su indulto a los condenados por la toma del Capitolio y la amenaza a quienes sostienen la burocracia dirigida a implementar las anteriores políticas ambientales y las leyes a favor de la diversidad, que son subvertidas ahora para asegurar la “restauración y revolución del sentido común”. Pero va más allá, anuncia una “congelación de la contratación para todas las agencias federales” con el fin de “garantizar que solo contratamos a personas competentes y leales al público estadounidense”; es decir, a él mismo. Hay que purgar el deep state, quienes a su entender boicotearon su anterior mandato. Un presidente que se ve a sí mismo como agente de la venganza la carga contra sus propios funcionarios y anuncia el despido inmediato de cuantos le sobran —a la espera de la tijera de Musk—, además de eliminarles el trabajo no presencial.
Como todo buen hipernacionalista, su causa no puede prosperar sin definir bien al enemigo, tanto el inside, los defensores de las decisiones de Biden, como el exterior, corporeizado en la inmigración ilegal. Medidas como la declaración de emergencia nacional en la frontera sur, y el anuncio de servirse del ejército y la guardia nacional para sellar las entradas irregulares, así como la expulsión de “millones de ilegales”. Los inmigrantes, equiparados a criminales, como el gran chivo expiatorio. Que esto puede plantear problemas de orden authorized o constitucional, como ya le advierte la prensa más crítica, no parece afectarle, como tampoco el revertir la ley federal que ordenó el apagón de TikTok, o los excesos que puedan cometerse en la persecución de los carteles, asociados ahora a organizaciones terroristas.
Otras medidas, como la retirada de los acuerdos climáticos de París o de la OMS, la restauración de la pena de muerte federal o el anuncio de declarar una “emergencia energética” que permitiría prolongar sine die la extracción de hidrocarburos, el drill, child, drill, son ya motivo de profunda preocupación. Pero qué quieren que les diga, lo que me aterra es que transmite la sensación de actuar sin contrapoder alguno, que esta fase de schock and awe, los “días de truenos” de los que hablaba Bannon, acaben conduciendo a la democracia estadounidense hacia un iliberalismo extremo sin verdaderos diques de contención. Otra ironía de la historia: venció con tan solo punto y medio de ventaja en el voto well-liked, pero ha conseguido presentarse como la encarnación única del sueño americano. Esperemos que no se torne en su pesadilla. O en la de todos los demás.