Hay un elefante en la habitación, pero nadie parece hacerle caso. Como si su presencia fuera algo regular, como si poco a poco no se estuviera cargando el hogar con sus torpes movimientos mientras los demás miran hacia la otra esquina. El elefante en la habitación es el alcoholismo de uno de sus habitantes. Quizá el del menos esperado: una brillante arquitecta, esposa y madura madre de familia a punto de convertirse en abuela.
El simbolismo del título de Desmontando un elefante es lo mejor de una película que, interesante en su planteamiento, se queda apenas en nada. Por confundir el despojamiento con el amilanamiento, el rigor con la sosería, y la elegancia con el academicismo. Tanto en el libreto como en la puesta en escena. Aitor Echeverría, su director y coguionista (junto a Pep Garrido), director de fotografía de buenas películas como María (y los demás) y La voluntaria, debuta en el largometraje con una obra tan parca que todo el tiempo parece estar saboteándose a sí misma a través de un exceso de management de sus elementos cinematográficos.
Le ayuda, eso sí, un reparto con carisma, en el que Emma Suárez y Natalia de Molina ofrecen lustre exterior a lo que no lo tiene en su inside, salvo en el evidente interés del tema tratado. El alcoholismo es una enfermedad sin cura, con la que se debe lidiar el resto de una vida. Y que, como bien muestra la película, acaba afectando a los seres queridos, al dolor de los demás, que optan, como en la metáfora del elefante, por esquivar el problema, salir corriendo o, en el caso del personaje de De Molina, convertirse en guardián único hasta rozar lo enfermizo. “¿Qué tiene que pasar para que te dejes ayudar?”, pregunta a su mujer el esposo aburrido y calmado que, con su tedio y su apacibilidad constantes, lo único que provoca es que el elefante mueva aún más su trompa.
Sin embargo, frente a alguna frase suelta y a un par de situaciones con expectativas dramáticas de altura, como la cena acquainted de Nochebuena celebrada con agua del grifo para todos, Echeverría parece estancado en una dirección insulsa que desaprovecha incluso las inquietantes posibilidades de la lujosa casa donde habitan. Sin música incidental de banda sonora, únicamente con el apoyo puntual de las piezas que el personaje de De Molina baila en su compañía profesional, y con un plomizo tempo de montaje y de diálogo en demasiados momentos, Desmontando a un elefante parece el bosquejo de una obra. De hecho, dura apenas una hora y cuarto cuando tampoco hay motivos claros para un metraje tan reducido.
Quizá como expresión autoral, como sello de estilo, o puede que como easy casualidad, sus autores introducen en una de las secuencias de ballet una de las consignas del coreógrafo: “Menos es más”, les reclama a sus bailarines, para hacer del despojamiento y la mesura sus esencias artísticas. También parecen ser las de la película, pero salvo en un notable detalle —que a la protagonista, que entra y sale varias veces de una clínica de desintoxicación, nunca se la vea beber—, esta vez ese “menos” nunca consigue ser “más”.
Desmontando un elefante
Dirección: Aitor Echevarria.
Intérpretes: Emma Suárez, Natalia de Molina, Darío Grandinetti, Alba Guilera.
Género: drama. España, 2024.
Duración: 82 minutos.