El paso de una potentísima dana por nuestro país ha traído consigo efectos devastadores que alcanzaron su punto álgido en la provincia de Valencia. A los más de 200 fallecidos se suma un panorama de destrucción materials de proporciones dantescas. Con la ingente tarea de reconstrucción apenas iniciada, se mantiene con fuerza la profunda indignación de la ciudadanía a raíz de la pésima gestión de la catástrofe en su primera —y, por lo demás, más intensa— fase por parte de los poderes públicos. Las dudas planteadas a este respecto son muchas y la reciente comparecencia del presidente Carlos Mazón ante las Cortes valencianas, lejos de configurarse como una ocasión para asumir responsabilidades, ha servido para “echar balones fuera”. Así pues, resulta imprescindible identificar algunas de las causas principales que están en la base de la pésima gestión inicial de la disaster. La calidad de nuestro sistema democrático y la recuperación de la confianza ciudadana en sus instituciones representativas así lo exigen.
En primer lugar, el despliegue de mecanismos preventivos no funcionó en absoluto, a pesar de que la información proporcionada por la Agencia Estatal de Meteorología puso claramente de manifiesto que una potente gota fría se aproximaba a la Comunidad Valenciana. De este modo, al no activarse la necesaria alerta por parte de la Generalitat, en tanto que instancia competente, se incumplió clamorosamente lo previsto por la Ley del Sistema Nacional de Protección Civil (LSNPC) que, para casos de emergencia, establece el derecho de la ciudadanía a recibir información de las administraciones responsables “antes de que las situaciones de peligro lleguen a estar presentes” (artículo 6.2). La patente falta de diligencia demostrada por las autoridades autonómicas en los inicios del temporal, por lo demás, se mantuvo en la gestión inmediatamente posterior, cuando la extrema gravedad de los efectos que la dana iba dejando a su paso resultaba incuestionable.
Dada la magnitud de la devastación que se estaba produciendo, el argumento del mejor conocimiento del terreno por parte de las autoridades autonómicas esgrimido por el Gobierno central no resulta de suficiente entidad para justificar que no se declarara entonces la emergencia de interés nacional. Esta figura puede activarse en situaciones que se corresponden con alguno de los estados excepcionales (entre estos, el estado de alarma, previsto para catástrofes naturales); cuando presentan una dimensión nacional o de naturaleza supraautonómica, y, en último lugar, en aquellas “que por sus dimensiones efectivas o previsibles requieran una dirección de carácter nacional” (artículo 28 LSNPC). La facultad para su declaración corresponde al ministro del Inside, pudiendo este actuar por iniciativa propia o previa petición de la comunidad autónoma afectada.
Una vez puesta en marcha esta modalidad de emergencia, su principal efecto es que “la ordenación y coordinación de las actuaciones y la gestión de todos los recursos estatales, autonómicos y locales del ámbito territorial afectado” pasan a ser gestionados en persona por el Ejecutivo estatal. La filosofía que subyace a esta previsión no es otra que la de primar la eficacia que se deriva de la creación de un mando unificado que es asumido por el poder central, que cuenta con todos los recursos públicos disponibles, con lo que queda habilitado para definir el plan de acción para la gestión de la disaster. Consecuentemente, las competencias autonómicas afectadas son desplazadas, cediendo el protagonismo a las decisiones adoptadas por el ministro del Interior.
Al no haber hecho uso de esta vía en su momento, tanto la Generalitat como el Gobierno central eludieron utilizar una herramienta que hubiera reforzado sustancialmente, unificándola, la capacidad de respuesta pública ante la catástrofe. No se hizo así, y a lo largo de las semanas transcurridas están quedando patentes las importantes dificultades de los responsables autonómicos para afrontar por sí mismos de forma eficaz las tareas pendientes. Por su parte, la falta de iniciativa del Ejecutivo del Estado para tomar entonces las riendas de la excepcional situación vivida en Valencia, aparece despojada de justificación objetiva y pone de manifiesto una criticable actitud en términos institucionales. Que el Gobierno haya aprobado la declaración de “zona afectada gravemente” (otra de las figuras para la gestión de la emergencia previstas por la LSNPC), que incluye un cuantioso paquete de ayudas económicas destinadas a asistir a las personas damnificadas, así como a la reconstrucción de los daños materiales y abre la puerta a la coordinación entre las distintas administraciones (estatal, autonómica y native), aunque sea muy bienvenida, no puede servir para pasar página con respecto a lo insatisfactorio de la actuación previa.
Una primera conclusión que cabe extraer de lo acaecido con la dana en Valencia apunta directamente al profundo déficit que presentan los principios de lealtad institucional y de cooperación entre niveles de gobierno en nuestro país. En un contexto de emergencia extrema como el acontecido en dicho territorio, que ya en sus inicios mostró que superaba ampliamente la capacidad de gestión autonómica, la reacción lógica habría sido declarar la emergencia nacional, imponiéndose una dinámica de recíproca colaboración en aras de una más adecuada tutela del interés common. Pero no podemos llamarnos a engaño: el escenario de aguda polarización política dominante y los recelos mutuos entre dos gobiernos de diferente orientación ideológica se erigen en factores esenciales que han tenido un papel determinante también en esta problemática coyuntura, lo que ha dificultado dar una respuesta institucionalmente adecuada a las dramáticas circunstancias.
Con ocasión de la gestión de la dana en Valencia ha quedado claro una vez más que la existencia de un marco regulador es condición necesaria, pero no suficiente en sí misma. Sencillamente, porque la lealtad y la colaboración no pueden ser fruto de la imposición normativa, sino, antes bien, de la voluntad de sus destinatarios, los responsables políticos. La experiencia en los Estados federales de nuestro entorno así lo demuestra, y pone de manifiesto que las dinámicas cooperativas se desenvuelven primordialmente en un ámbito casual, sin que la escasez o incluso la ausencia de previsiones jurídicas suponga un problema para su afirmación. Lo determinante es que los principios aludidos se interioricen como premisas insoslayables por los distintos niveles de gobierno concernidos. Debemos ser conscientes, por lo tanto, de que el déficit crónico que en este ámbito presenta el Estado autonómico español tras 45 años de andadura es de difícil superación sin un cambio de actitud por parte de los sujetos llamados a ponerlo en acción.
Nuestro modelo de descentralización territorial vive momentos muy difíciles en la presente legislatura, con el avance de lógicas confederales disgregadoras que amenazan con quebrar principios constitucionales básicos. La gestión de la emergencia meteorológica en tierras valencianas, por su parte, aporta un nuevo y preocupante episodio de escasa cooperación intergubernamental. Y es que cada vez nos queda menos de lo que Daniel Elazar denomina federal considering, esto es, de un marco conceptual de referencia que se nutre de una serie de valores y principios relativos a la concepción del poder y a su ejercicio que es asumido por todos los actores territoriales. Un sustrato de base que permite forjar un sistema de poder compartido, basado en la corresponsabilidad, la cooperación y la confianza recíprocas entre el centro y la periferia. Un sistema que, en definitivas cuentas, debería anteponer el interés common al mero tacticismo partidista.