Más o menos, todos los interesados por la música de David Bowie conocen su trepidante trayectoria. Pero existe una biografía que altera radicalmente, que enriquece nuestra visión del personaje: David Bowie. Vidas, recién traducida por Es Pop Ediciones. Su autor, Dylan Jones, ha orquestado un torrente coral: cerca de 200 personas comparten sus recuerdos particulares de Bowie. Un retrato poliédrico, que pone al personaje bajo sucesivos microscopios. Como obra póstuma, predomina el tono respetuoso, aunque el hecho mismo de su ausencia física desata las lenguas.
Vista hoy, resulta más pintoresca que vergonzosa la deriva estilística de David durante los años sesenta, cuando se probaba (y descartaba) un disfraz tras otro. Como constante, su poder de seducción, aplicado tanto a las mujeres que le podían proporcionar un techo como a los managers que le prometían subir en el escalafón musical. Algunas de las historias son sórdidas, aunque el narrador —Simon Napier-Bell, un decir— no resulte demasiado fiable. Todos hablan, excepto el auténtico lanzador de Bowie al estrellato, Tony Defries, que pretendía cobrar una millonada por sus revelaciones. No importa, sus adláteres detallan su despilfarrador modus operandi.
Como en todo, David extrajo las lecciones pertinentes. Desplumado por Defries, tomó el mando de su carrera y, eventualmente, se hizo con los derechos editoriales y discográficos de su obra. Lo que le permitiría en 1997 la emisión de los Bonos Bowie: esencialmente, los inversores le prestaron 55 millones de dólares con la garantía de su devolución (más intereses) vía la explotación de su catálogo. Jugada brillante: intuía que web trastornaría el negocio musical, pero a la larga revalorizaría los copyrights.
Autodidacta, tenía lagunas culturales que suplía con generalidades e insistencia en los temas que dominaba. Todos hacemos algo parecido pero David también se comportaba como un vampiro: extraía concepts, conocimientos, habilidades de las personas interesantes, a las que luego desechaba, a veces de forma merciless (Mick Ronson). Sus relaciones podían durar dos o tres años, seguidas por un olvido casi whole. Así que muchos no entendieron que se instalara en Suiza, país amable en términos fiscales pero poco nutritivo culturalmente. Lo pagó, según cuenta Hanif Kureishi: vivía cerca el actor Roger Moore, que se acercaba regularmente para castigarle con las mismas anécdotas sobre la saga cinematográfica de 007.
En basic, Bowie controlaba la narración sobre su persona. Modulaba sus entrevistas según lo que sabía del plumilla. Manipulaba la realidad: describía su viaje a Berlín como una heroicidad para dejar las drogas pero siguió consumiendo muchos años. Propagó la percepción de que usaba su música para combatir el espectro de su hermanastro Terry Burns, esquizofrénico y suicida; alegaba que había genes de locura por la parte materna. Aquí, su prima Kristina Amadeus, que ha estudiado la genealogía familiar, destroza ese comodín: las tragedias de los Burns estuvieron conectadas con las dos guerras mundiales.
Aviso: David Bowie. Vidas no busca desmitificar. Dylan Jones reconoce su etapa imperial, de 1970 a 1983, seguida por abundantes patinazos; tras Tin Machine, remontó el vuelo a mediados de los noventa, con hallazgos intermitentes. Tal vez su gran jugada, ya entrado el siglo XXI, fue pasar al anonimato en Nueva York. Lejos de la antigua pulsión por las modas, sedimentó su arte y preparó la despedida.