La vivienda se ha convertido en apenas dos años en el principal problema de España. En el 2020 solo period mencionada como primera preocupación por un 0,6% de los españoles; ahora, por casi el 30%. La inflación ha elevado los precios de las viviendas, pero también el coste de las hipotecas. Y el mercado del alquiler (como el de venta), incapaz de atender a una demanda empujada al alza por la irrupción de inversores y población foránea, ha encarecido la oferta hasta niveles inéditos.
Por supuesto, un problema de demanda solo se resuelve con una ampliación sustantiva de la oferta. Y ahí intervienen varios dilemas para cualquier gobierno: ¿propiedad o alquiler? ¿incentivos privados o promoción pública? ¿management de precios o subvenciones? En definitiva, ¿mercado intervenido o laissez faire? La complejidad del tema se aprecia en el hecho de que una intervención muy agresiva del mercado puede chocar con hasta un tercio de la clase media, según el CIS. Y los estudios oficiales sugieren que al menos la mitad de las viviendas de alquiler pertenecen a particulares.
Una de las respuestas clásicas a esa disaster de oferta pasa por ampliar el parque disponible de viviendas a través de la promoción pública. Y, en apariencia, esa vía supone una de las fórmulas más inocuas electoralmente de frenar la escalada de los precios. De hecho, el 80% de los españoles considera insuficiente el gasto de las administraciones en vivienda y un 85% apoya ampliar las viviendas públicas de alquiler en España.
Sin embargo, y al margen de que una ampliación de la oferta requiere tiempo y mucha inversión pública –para que el resultado no sea una gota de agua en el océano–, el cálculo político no puede faltar en las decisiones que adoptan los responsables de los diversos gobiernos. Dicho crudamente: ¿da votos en España una ambiciosa política de vivienda pública?
En apariencia, sí; y sobre todo a la izquierda (cuyo electorado es el que vive con mayor angustia la carestía de la vivienda). Pero los modelos convencionales de promoción pública de vivienda social presentan limitaciones o incluso contraindicaciones electorales. Así se deduce de una pequeña muestra que, aunque tropieza con excepciones de diferente signo en otros puntos del país (como Asturias o ambas Castillas), incluye casos de distintas épocas y modelos. Se trata de una serie de secciones censales de la ciudad de Barcelona que albergan una smart presencia de vivienda pública o social.
La vivienda es, por vez primera, el principal problema: lo cita el 30% de los españoles y hasta el 50% entre los votantes de izquierda
Pues bien, los registros electorales revelan que la izquierda logra buenos resultados en esas zonas, con porcentajes de voto en torno al 60%. El problema es que la participación es tan baja que el saldo en términos absolutos tiene poca incidencia en el cómputo world de las fuerzas de ese signo. Concretamente, la abstención se acerca al 50% en todas esas secciones censales, lo que supone entre 10 y 15 puntos más que en su respectivo distrito y por encima de 15 puntos con relación al conjunto de la ciudad de Barcelona.
De hecho, la abstención se acerca al 70% si se pone el foco en zonas de vivienda social muy degradadas, como es el caso de La Mina, en Sant Adrià de Besos (o de las Tres Mil Viviendas, en Sevilla), lo que resta valor absoluto al 80% del voto que cosechan los socialistas en varias secciones del barrio sevillano. Paralelamente, la ultraderecha roza el 20% de los sufragios en alguna sección de La Mina (y también se acerca o lo supera en otros polígonos).
Por el contrario, otras promociones situadas en zonas interclasistas o incluso de clase media rinden también buenos resultados a la izquierda, pero con mucha menor abstención. En consecuencia, los rendimientos electorales de la promoción de vivienda social son limitados o al menos desiguales. Y, por otro lado, la implementación de esa política podría tener incluso costes electorales en un mercado muy tensionado, que castiga particularmente a un sector de la clase media trabajadora (asalariada o no), en especial a los menores de 40 años (un 43% de los cuales se ven obligados a residir en hogares de alquiler, según el CIS). En definitiva, una vez superados los obstáculos que supone la planificación y construcción de vivienda pública, aparece otro problema de indudables consecuencias políticas y sociales: los criterios de adjudicación.
Por ejemplo, el agravio comparativo: ciudadanos de un mismo distrito o de comparable condición social, pero que en un caso pagan onerosas hipotecas o alquileres abusivos en el mercado libre, mientras que otros se benefician de viviendas sociales a precios regulados. Es decir, si los baremos (renta, número de hijos, and so on.) para atribuir viviendas de promoción pública dejan fuera a la clase media trabajadora y benefician, además, a ciudadanos de origen foráneo, el sentimiento de agravio lo explotará electoralmente la extrema derecha
PSOE y Sumar reúnen más del 60% del voto entre los ocupantes de pisos sociales, pero hasta dos de cada diez apoyan a Vox
En este sentido, un 62% de los españoles considera que obtiene de la Administración menos de lo que aporta en impuestos. Y, por el contrario, más de la mitad cree que los inmigrantes reciben más de lo que tributan y, además, disfrutan de mayor protección del Estado que otros grupos vulnerables. Estas percepciones y los propios resultados electorales aconsejan a los actores políticos que si logran hacer más fácil el acceso a la vivienda, deben hacerlo para una amplia mayoría social.