En su libro La escritura o la vida a Jorge Semprún le asombra caer en la cuenta de que su condición de superviviente del campo de concentración de Buchenwald tiene una consecuencia paradójica: “el hecho de envejecer, de ahora en adelante no iba a acercarme a la muerte sino, por el contrario, a alejarme de ella”. Algo parecido creíamos que pasaría con los horrores del Holocausto: que cuanto más conociéramos aquella catástrofe, el caldo de cultivo previo y la transformación del antisemitismo en política de exterminio, más vacunados estaríamos contra el odio al “otro” construido y usado como chivo expiatorio. Y, sin embargo, hoy descubrimos que la semilla que hizo posible la Shoah sigue viva y puede brotar en cualquier momento. Solo que ahora los perseguidos no son los judíos, sino los inmigrantes. No hay campos de concentración como tales en Occidente, no, pero sí hay seres humanos encarcelados sin haber cometido delito alguno, privados de lo más elemental de un Estado de derecho: un juicio justo. Y esto antes de las propagandísticas redadas de Donald Trump y su decisión de convertir Guantánamo en un campo de internamiento. Digo propagandística porque no hay que olvidar que Biden y Harris deportaron a más inmigrantes que el propio Trump durante su primer mandato. Solo que la administración demócrata no sacó pecho con el tema.
Confieso que tengo miedo de que ese odio al inmigrante acabe adquiriendo las mismas dimensiones que tuvo el antisemitismo. Más si tenemos en cuenta que muchos de los que votaron a Trump fueron ellos mismos inmigrantes o que quienes defienden hoy el exterminio de los gazatíes son, probablemente, descendientes de los judíos que no fueron aniquilados en Alemania. Tengo miedo de que mis propios descendientes se olviden de nuestras raíces migratorias y se conviertan en enemigos de quienes hacen el mismo viaje que hicieron mis padres. ¿No es exactamente eso lo que está pasando en EE UU, un país cuya población procede de todos los confines del mundo y los únicos nativos verdaderos fueron diezmados hasta casi desaparecer? Pero mi miedo no es solo por nosotros, los que tenemos apellidos extranjeros, mi miedo es por todos porque si aceptamos que algunas personas que viven en países democráticos sean tratadas como animales (aunque ya quisieran muchos humanos vivir como según qué mascotas) estaremos socavando este hermoso orden basado en el Estado de derecho, la justicia y la igualdad. El peligro no son los inmigrantes, sino el trato que les damos.