Ningún derecho humano, a veces hay que recordar lo obvio, es tan trascendental como el derecho a la vida. Ningún argumento puede sostener que un Estado se arrogue la capacidad de privar de ella a sus ciudadanos. Estremece que a la altura de 2025 la inhumanidad de un castigo como la pena de muerte se mantenga en 86 países —aunque 23 de ellos pueden ser considerados abolicionistas en la práctica—. El pasado año, según Amnistía Internacional, las ejecuciones judiciales registradas en el mundo ascendieron a 1.518, un 32% más que en 2023 y la cifra más elevada desde 2015. Supone, además, un mínimo. La cifra actual puede ser mucho más elevada dado que no existen datos fiables sobre China —la ONG calcula en varios miles las ejecuciones— o de países como Corea del Norte, Vietnam y Afganistán.
La pena de muerte no resuelve nada. No solo es indigna de un Estado y una sociedad civilizados, sino que ni siquiera resulta disuasoria sobre la delincuencia. Pese a esa evidencia, varios gobiernos la siguen empleando como instrumento para reprimir la disidencia y la oposición política, o para castigar a minorías étnicas o religiosas. Su aplicación sigue violando el derecho internacional, con juicios sin las menores garantías, confesiones bajo torturas, patíbulos públicos o condenas a discapacitados intelectuales. De forma creciente se está implementando como excusa para tratar de acabar con el consumo y el tráfico de drogas.
Dos casos —una dictadura teocrática y una democracia— mueven en especial a la reflexión. Irán es el segundo país del mundo que más ejecuta, tras China, y el primero en relación con su población. El régimen iraní llevó al patíbulo el año pasado al menos a 972 personas. Muestra además una tendencia preocupante a aplicar la pena de muerte como parte de una represión sistemática que se ceba con las mujeres, en especial desde las protestas por el fallecimiento bajo custodia policial de la joven Mahsa Amini en 2022.
Por su parte, las penas capitales y ejecuciones en EE UU marcan los totales más altos en varios años. Un país símbolo de las libertades ha matado a más de 1.600 de sus ciudadanos desde 1976 y mantenía el año pasado en el corredor de la muerte a más de 2.000 personas. Las perspectivas son sombrías con Trump de nuevo en la Casa Blanca. Si en su primer mandato acabó con 17 años de moratoria en las ejecuciones de presos condenados por leyes federales, antes de inaugurar el segundo hacía ostentación de su intención de usarlas para, supuestamente, proteger a la población de “violadores violentos, asesinos y monstruos”.
La venganza jamás es justicia. Y menos si se ensaña con grupos minoritarios o desfavorecidos. Pocos objetivos pueden ser hoy más nobles que promover en todo el mundo, y cuanto antes, la abolición de la pena de muerte.