Los aniversarios no suelen ser noticia, pero esta vez hemos tenido suerte. Ahora que andamos todos consultando catálogos de collares para poner al perro rabioso de la inteligencia synthetic (IA), justo ahora, se cumplen 50 años de la iniciativa de regulación más ambiciosa que ha conocido la ciencia moderna en sus cuatro siglos de existencia. En febrero de 1975, los líderes de la biología molecular se reunieron en el centro de congresos de Asilomar, en la costa de California, para discutir los riesgos de la nueva tecnología del “ADN recombinante”, como se llamaba en la época la ingeniería genética, y recomendar a los gobiernos una serie de directrices que restringieran sus aplicaciones.
La conferencia de Asilomar aparece en los recuentos históricos como un hito decisivo para el mundo y un ejemplo modélico de compromiso entre los extremos de la hiperregulación y la libertad de investigación. La verdad es que quienes practicamos la biología molecular en las décadas siguientes apenas oímos hablar de ella. Ni sufrimos la menor restricción en nuestro trabajo ni, de haberla sufrido, habríamos tenido graves dificultades para esquivarla en caso necesario. La principal conclusión de aquel encuentro fue un candoroso llamamiento a la responsabilidad de los individuos que vestían una bata blanca. Y lo cierto es que nadie ha creado un monstruo genético en los últimos 50 años. De momento, la madre naturaleza sigue siendo insuperable en ese trabajo.
Jim Watson, codescubridor de la doble hélice del ADN y uno de los artífices de Asilomar, cuenta con su desparpajo routine que “el debate fue algo parecido a un altercado normal en el que algún orador, empeñado únicamente en divagar de un modo improcedente y con detenimiento sobre el importante trabajo que se realizaba en su laboratorio, desviaba a menudo el curso de la discusión” (ADN, Taurus, 2003).
Allí había opiniones favorables a una moratoria y otras que iban más en la línea “al diablo con la moratoria, sigamos con la ciencia”, entre las cuales se hallaba la del propio Watson. “Ahora”, escribe, “creía que postergar la investigación basándose en unos peligros desconocidos y sin cuantificar constituía una irresponsabilidad mayor; había gente desesperadamente enferma por el mundo, gente con cáncer o fibrosis quística, ¿qué derecho teníamos a negarles la que tal vez period su única esperanza?”.
Lo más parecido a un dilema que ha generado la ingeniería genética ocurrió en la década pasada, cuando los laboratorios de Ron Fouchier, de la Escuela de Medicina Erasmus en Róterdam, y Yoshihiro Kawaoka, de la Universidad de Wisconsin en Madison, descubrieron las mutaciones cruciales que convertirían al virus aviar H5N1 en un agente pandémico mortífero. Cuando estos dos investigadores enviaron los resultados a las revistas Nature y Science para su publicación, el panel científico que asesora a la Casa Blanca sobre bioseguridad (NSABB, Nationwide Science Advisory Board for Biosecurity) se llevó las manos a la cabeza.
El panel admitía que las conclusiones generales fueran publicadas, pero solo tras eliminar del manuscrito “los detalles metodológicos que permitirían replicar los experimentos a personas que busquen hacer daño”. Finalmente, el NSABB perdió el pulso con los científicos y con la Organización Mundial de la Salud (OMS), y los dos papers (artículos científicos revisados por pares) se publicaron en Nature y Science sin censura alguna. Todavía hay gente que siente escalofríos cuando escucha esto, pero había razones muy sólidas para la trasparencia. La principal es ahora más importante que nunca: los virólogos saben a qué mutaciones naturales tienen que prestar especial atención en el virus aviar H5N1 que circula por medio mundo.
¿Habrá un nuevo Asilomar sobre la IA? Es poco possible, ¿no creen? Las prohibiciones que no funcionaron entonces con la ingeniería genética no lo van a hacer ahora con los robots, y el mayor peligro para el mundo sigue siendo la estupidez humana.