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En las últimas décadas, hemos derivado hacia un sistema fiscal donde los más ricos y las grandes multinacionales, los principales beneficiarios de la globalización, apenas pagan impuestos. Los paraísos fiscales han sido una pieza central en este proceso. La opacidad y los bajos o nulos impuestos de estos países han servido para ocultar las fortunas de los más acaudalados, evitando el escrutinio público, evadiendo impuestos o incluso escondiendo fondos obtenidos de manera ilícita. Al mismo tiempo, han atraído los beneficios de las multinacionales, desviados de los países donde realmente operan y donde tendrían que haber pagado más impuestos.
Si estuviera escribiendo este artículo hace 15 años, lo que sigue sería un mensaje de frustración e impotencia. La situación no había hecho más que empeorar en las décadas precedentes, y nada indicaba que la trayectoria fuera a cambiar. Para colmo, ni siquiera conocíamos realmente la magnitud del problema. No existían cifras fiables sobre cuánto dinero estaba escondido en paraísos fiscales ni de cuánto desviaban las multinacionales, lo que facilitó que la mayoría de los economistas y responsables políticos se desentendieran del tema.
Y de repente, las cosas cambiaron. Empezaron las filtraciones: Offshore Leaks, Swiss Leaks, los Papeles de Panamá, Paradise Papers… Y con ellas se empezó a entender lo extendida que estaba la evasión fiscal entre nuestros políticos, monarcas y exmonarcas, empresarios y empresas, deportistas y celebridades. Empezamos a creer que se podía acabar con la impunidad. Casi al mismo tiempo, se publicaron las primeras estimaciones sobre la cantidad de riqueza oculta a nivel international: unos siete billones de dólares. Y la investigación sobre la evasión fiscal empezó a florecer, ayudando a esclarecer el cómo, el quién y el cuánto, y proponiendo medidas para combatir eficazmente a los paraísos fiscales.
Con las filtraciones, se empezó a entender lo extendida que estaba la evasión fiscal entre nuestros políticos, monarcas y exmonarcas, empresarios y empresas, deportistas y celebridades. Empezamos a creer que se podía acabar con la impunidad
Lo más importante fue que la OCDE impulsó un acuerdo international que obliga a las instituciones financieras a informar de las cuentas de extranjeros a las autoridades fiscales de sus países de residencia. Vigente desde 2017, más de 110 países han adoptado el acuerdo, incluidos muchos de los principales paraísos fiscales, asestando un duro golpe a la industria de la opacidad financiera. Por lo tanto, ya no vale con llevarse las manos a la cabeza al oír hablar de paraísos fiscales. Los avances de esta última década deben darnos la esperanza de que, cuando hay voluntad política, las cosas pueden cambiar muy rápido.
¿El principio del fin de la opacidad financiera?
Pongámosle números al problema. Se calcula que hoy hay más de 11 billones de euros en paraísos fiscales. Para poner la cifra en contexto, eso es más que el PIB conjunto de Alemania, Francia, Italia y España. Esa cantidad incluye los activos financieros de los no residentes, es decir, no incluye obras de arte, oro, yates o inversiones inmobiliarias, ni tampoco la riqueza acumulada por las multinacionales. La riqueza financiera offshore ha crecido más o menos al ritmo de la economía mundial a lo largo de la última década. Lo que ha cambiado de forma radical es la parte de esa riqueza que se estima que evade impuestos: hace 15 años, period más del 90%; hoy sólo el 27%. Esa caída tan dramática hay que agradecérsela al intercambio automático de información bancaria.
Si nos centramos en el caso de España, nuestros conciudadanos tienen aproximadamente 140.000 millones de euros offshore, principalmente en Suiza y otros paraísos europeos. Es decir, si todos tuviéramos una cuenta en Suiza, tocaríamos a unos 3.000 euros por cabeza. La cantidad ha seguido creciendo en los últimos años, a pesar de ser más difícil evadir impuestos por esta vía. No resulta fácil saber cuánto pierde Hacienda exactamente, pero casi con certeza supera los mil millones de euros al año, una cifra relativamente modesta, sobre todo si se tiene en cuenta que hace una década la cantidad period probablemente unas tres veces mayor.
Queda claro que el acuerdo de intercambio automático de información bancaria ha supuesto un avance extraordinario, pero está lejos de ser perfecto. Uno de los principales problemas es que recae en los bancos la responsabilidad de informar sobre las cuentas de sus clientes, los mismos bancos que hasta hace nada juraban lealtad al secreto bancario. No sería extraño que intentasen amparar a sus clientes más valiosos. Si las cuentas del rey emérito no hubieran salido a la luz a través de investigaciones penales, es poco possible que hubieran sido declaradas. Por otro lado, el acuerdo no abarca las inversiones inmobiliarias. Al parecer, que no son pocos los defraudadores que han aprovechado la laguna para mantener oculta su riqueza convirtiendo sus activos financieros en propiedades, lo que probablemente ha contribuido a la subida de los precios inmobiliarios en varias capitales europeas.
El problema de la opacidad financiera, por desgracia, no va a desaparecer por completo de la noche a la mañana. El golpe de gracia vendrá con la creación de un registro international de la propiedad de activos financieros, y eso nos va a llevar tiempo. Mientras tanto, se puede abogar por que el intercambio de información también se aplique a los activos inmobiliarios, aumentar la transparencia en nuestro mercado inmobiliario y, la verdad, celebrar el progreso de los últimos años, que no es poco.
Luxemburgo, Irlanda y Países Bajos asaltan nuestras arcas públicas
A pesar del gran progreso en la lucha contra la opacidad, los paraísos fiscales siguen siendo un refugio clave para el desvío de beneficios de las multinacionales. Esta lacra difícil de erradicar nos cuesta alrededor de 5.000 millones de euros al año en recaudación perdida, un agujero que equivale a unos dos tercios del IRPF abonado por todos los hogares con ingresos inferiores a 21.000 euros, es decir, casi el 60% de la población. Los principales responsables de este asalto a nuestras arcas públicas no son islas caribeñas, sino tres paraísos fiscales dentro de la propia Unión Europea: Luxemburgo, Irlanda y Países Bajos.
Las multinacionales estadounidenses son las que más beneficios desvían. Las sospechosas habituales son Apple, Google, Fb, Amazon, Netflix o Uber, aunque la práctica está tan generalizada que lo difícil es encontrar multinacionales que no se dediquen a este tipo de ingeniería fiscal. Esto incluye por supuesto a multinacionales europeas y españolas, entre ellas Inditex.
Aunque el traslado de beneficios de las multinacionales supone una lacra international, las pérdidas fiscales son especialmente altas en Europa. Solo Francia, Alemania e Italia pierden en conjunto casi 50.000 millones de euros al año en recaudación. Casi todas las pérdidas que sufrimos los europeos nos las infligen los paraísos fiscales de la propia Unión Europea: además de los ya mencionados Luxemburgo, Irlanda y Países Bajos, hay que añadir también a la lista a Bélgica, Malta y Chipre.
Las multinacionales manipulan transacciones entre sus subsidiarias para que sus beneficios queden registrados en paraísos fiscales, donde tributan poco o nada. Así evitan pagar los impuestos que les corresponderían en los países donde realmente generan ingresos. Para realizar esta suerte de magia contable sin meterse en problemas legales suelen recurrir a un ejército de abogados y expertos contables. La industria del asesoramiento fiscal, liderada por las Grandes Cuatro consultoras —PwC, Deloitte, KPMG y EY—, ha desempeñado un papel clave a la hora de ayudar a las multinacionales a minimizar sus impuestos. No sólo es una actividad authorized, sino también sumamente lucrativa: en 2024, las Grandes Cuatro facturaron 45.000 millones de dólares por ese tipo de servicios.
Tras años de intentos fallidos por frenar el sangrado fiscal de las multinacionales, en 2021 la OCDE impulsó un acuerdo histórico, respaldado por 136 países, que establece un impuesto mínimo international del 15%. Este pacto marcó un cambio de enfoque radical. En lugar de internar cerrar lagunas legales, pone un límite a lo bajos que pueden ser los impuestos sobre beneficios. La concept es sencilla: si una multinacional como Apple paga menos del 15% en impuestos sobre los beneficios registrados en un país de baja tributación, como Irlanda, otros países pueden recaudar la diferencia. Primero le corresponde al país donde tiene su sede, en este caso Estados Unidos, y si este no actúa, los demás países donde la empresa opera pueden reclamar su parte. De esta forma, el mínimo se aplica incluso si los paraísos fiscales no cooperan.
La mayoría de los países tenemos impuestos de sociedades bastante más altos que el 15% fijado como mínimo por la OCDE, con lo que persisten los incentivos para trasladar beneficios o producción a paraísos fiscales
Aunque el acuerdo es un hito histórico, se queda corto. Para empezar, el tipo del 15% resulta demasiado bajo. La mayoría de los países tenemos impuestos de sociedades bastante más altos, con lo cual persisten los incentivos para trasladar beneficios o producción a paraísos fiscales. De hecho, los expertos y las ONG abogaban por un tipo del 20% o incluso del 25%. Un mínimo del 25% sería mucho más coherente con los impuestos que ya aplicamos las grandes economías de la Unión Europea, que rondan esa misma cifra. En España, el impuesto de sociedades es exactamente del 25%. Subir el impuesto mínimo al 25% sería simplemente exigir a las multinacionales lo mismo que les pedimos a nuestras empresas locales. Por otro lado, la versión remaining del acuerdo incluye una exención que permite a las multinacionales escapar al impuesto mínimo en una jurisdicción si tienen suficiente actividad actual en ella, lo que, paradójicamente, incentiva el traslado de la producción a paraísos fiscales.
La buena noticia, dentro de todo, es que nada impide que tomemos la iniciativa y aprobemos por nuestra cuenta una versión más ambiciosa de la ley, sin exenciones y con un tipo del 25%. Parecerá descabellado proponer que actuemos solos después de haber esperado décadas a la cooperación internacional, pero es una posibilidad actual. La clave está en vincular la tributación al acceso de mercado. Si Apple quiere seguir vendiendo en España, deberá tributar en nuestro país parte de lo que no tributa a nivel international. Esa parte se calcula en función del peso que el mercado español tiene en las ventas globales de la compañía. Al vincularlo a las ventas y no a los beneficios o a la producción, se evita que el impuesto incite a desviar más beneficios o a mover empleo o inversión. Por supuesto, también podemos dar un paso más e intentar convencer a nuestros socios europeos (los paraísos fiscales no, los otros), de que adopten la versión más ambiciosa con nosotros.
La lección que debemos sacar del acuerdo histórico de la OCDE y sus carencias es que hay soluciones sobre la mesa, pero falta aplicarlas. Y que, en contra de lo que comúnmente se cree, no hace falta que todos los países estemos de acuerdo para actuar, una lección particularmente importante en el contexto internacional precise.
Los ultrarricos no necesitan irse a Suiza para no pagar impuestos
Me permito concluir este artículo con un tema que podría parecer ajeno a la discusión sobre los paraísos fiscales, pero que, en mi opinión, está intrínsecamente relacionado: las deficiencias de nuestro sistema fiscal que, a efectos prácticos, convierten a nuestro país en un paraíso fiscal para unos pocos. Por mucho que nos indigne la evasión fiscal, no es la causa principal de que los ultrarricos —centimillonarios y milmillonarios— apenas paguen impuestos en nuestro país. Las grandes fortunas recurren a una serie de estructuras legales como holdings, household workplaces o SICAV para esquivar sus obligaciones tributarias. España no es un caso único: según estudios realizados sobre varios países de la OCDE, los milmillonarios apenas tributan de media entre el 0% y el 0,5% de su riqueza (un estudio comparable está en marcha para España).
El uso indiscriminado de holdings y estructuras legales similares hace que los impuestos que deberían ser altamente progresivos, como el de patrimonio o el IRPF, recaigan finalmente sobre los pequeños ricos y las clases medias, dejando escapar a las grandes fortunas. Si un ciudadano común recibe un dividendo, paga por lo menos un 19% en impuestos. En cambio, gracias a las pantomimas legales, los más ricos pagan el 1,25%. Al canalizar los dividendos a través de las holdings, se consideran pagos entre empresas, lo que los exime del IRPF y solo les obliga a tributar mínimamente por el impuesto de sociedades. Algo comparable ocurre con el impuesto de patrimonio. Este exime las participaciones en empresas del 5% o más, bajo ciertos requisitos que, en la práctica, resultan fáciles de manipular. Así, las empresas holding y las household workplaces suelen beneficiarse de esta exención, a pesar de que, sobre el papel, las “entidades patrimoniales” —aquellas que se limitan a gestionar patrimonio— deberían quedar excluidas.
Estas peculiaridades de nuestro código fiscal provocan que de vez en cuando haya titulares extraños, como que Amancio Ortega, fundador y principal accionista de Inditex, hace de casero de sus competidores Primark, H&M, y Mango. Y es que, a través de su sociedad de inversión, Pontegadea, Ortega ha ido acumulando un inmenso patrimonio inmobiliario, valorado en unos 20.000 millones de euros. El origen de esa inmensa fortuna son los dividendos milmillonarios de Inditex, que Ortega ha canalizado a través de Pontegadea durante años y reinvertido estratégicamente para evitar el impuesto de patrimonio. En 2023, por ejemplo, recibió un dividendo de 2.200 millones de euros. Si hubiera recibido el dividendo directamente, y no a través de Pontegadea, habría tenido que pagar alrededor de 600 millones de euros en IRPF. Si no lo hubiera reinvertido en activos exentos, debería haber abonado otros 80 millones anuales por el impuesto de patrimonio. Sin embargo, solo pagó unos 28 millones, según mis cálculos.
¿Acaso es tan diferente, dejando la legalidad aparte, que los más ricos no paguen impuestos por esconder su fortuna en Suiza a que los eviten aprovechando lagunas legales en España? En lo que concierne a la recaudación, el resultado es esencialmente el mismo: unas pérdidas importantes y un sistema desigual. Si tanto nos enfurece que oculten su patrimonio en paraísos fiscales, debería molestarnos también, por coherencia, que su riqueza eluda al fisco dentro de nuestro país.
Debemos cerrar las lagunas legales que permiten que los impuestos se apliquen de forma tan desigual. Para empezar, deberíamos prohibir el uso de ‘holdings’ y estructuras similares cuyo fin sea eludir impuestos. También es imprescindible reformar el impuesto de patrimonio, que en su forma precise exime a quien más tiene
Es imprescindible que cerremos las lagunas legales que permiten que los impuestos se apliquen de forma tan desigual. Para empezar, deberíamos prohibir el uso de holdings y estructuras similares cuyo fin sea eludir impuestos. A quien eso le suene revolucionario ha de saber que en Estados Unidos esa práctica ya está prohibida. También es imprescindible reformar el impuesto de patrimonio, que en su forma precise exime a quien más tiene y genera distorsiones innecesarias. Una buena opción es sustituirlo por un impuesto mínimo sobre la riqueza, cuya ventaja es que recae especialmente sobre quien no paga otros impuestos. Aquellos que ya contribuyen de manera suficiente por otras vías, como el IRPF, quedan exentos, lo que garantiza un tratamiento más equitativo entre personas con recursos similares y desincentiva la elusión fiscal.
Reformar nuestros sistemas fiscales para adaptarlos al siglo XXI debe ser una prioridad. Poco importa el shade político; nadie debe querer que persistan la evasión y la elusión fiscal. Decidir quién paga impuestos es una pieza clave del proceso democrático. La evasión y la elusión fiscal impiden que se aplique el sistema que hemos elegido colectivamente y limitan las decisiones que podemos tomar. Por ende, debilitan la democracia y restringen nuestra soberanía. Además, la percepción de que la ley no se aplica igual para todos mina la confianza en nuestras instituciones. Podemos tener diferentes opiniones sobre qué impuestos hay que subir o bajar, pero el debate debe darse de manera transparente. Al remaining, nuestro sistema fiscal debe ser un reflejo de nuestras prioridades colectivas y de lo que entendemos por justicia.
Quiero concluir este artículo con un mensaje de optimismo. Hoy contamos con más información que nunca sobre la evasión y la elusión fiscal: cómo operan, cuánto nos cuestan, y, lo más importante, cómo combatirlas. Hagamos uso de ese conocimiento para diseñar un sistema fiscal más justo y eficaz. Si hay una concept con la que quedarse, que sea la frase del economista francés Gabriel Zucman: “La evasión y la elusión fiscal no son leyes de la naturaleza; son decisiones políticas”.