Las migraciones constituyen hoy la principal fuente singular de conflicto político en todas las democracias avanzadas. Puede parecer una afirmación un tanto categórica y simplificadora, pero por lo pronto es la cuestión que mejor explica el éxito electoral de los partidos nacionalpopulistas. Su correlativa capacidad para distorsionar el juego político está fuera de toda duda; no hay manera sencilla de encontrarle acomodo ni en la teoría ni en la práctica. Por un lado, porque incide directamente sobre nuestro cuerpo sustantivo de principios y valores ―los seres humanos no son una mercancía a la que podamos desplazar o desprendernos de ella sin más―. Por otro, porque solo puede ofrecérsele una solución, siempre provisional, buscando acuerdos a nivel europeo o actuando sobre los países emisores a través de la mejora de sus condiciones de vida. Con el inconveniente, además, de que la necesitamos (por razones económicas y demográficas) tanto como la tememos, con lo cual nos adentra en el siempre peligroso síndrome del ni contigo ni sin ti, el mejor inhibidor de las decisiones políticas sensatas.
Esto viene a cuento de la situación de Canarias ―pronto lo será también la de Baleares―, que va transformándose cada vez más en un escándalo político. Sobre todo, porque no es algo que haya surgido de repente, ya estábamos avisados. Y sin embargo, sigue sin haber un mecanismo semiautomático de reubicación de los altos contingentes de llegadas en el resto del territorio español. Estamos ante una verdadera disaster humanitaria ―no se puede mantener estabuladas a decenas de miles de personas―, que es también una disaster política, de eficiencia de nuestro sistema político. Si el Estado-nación es incapaz de responder con eficacia a las llamadas de solidaridad de una de sus partes es porque su arquitectura territorial está gripada. En este caso, el Estado autonómico vuelve a mostrar una de sus peores facetas, su descarada utilización como resorte para impedir una acción política concertada. Ya lo vimos en la dana de Valencia, ahora lo experimentamos sobre las espaldas canarias.
El recurso al politiqueo como justificación de esta pasividad es el más triste y cobarde de todos. La multiplicidad de vetos cruzados, Vox sobre el PP en las Comunidades en las que este gobierna, o la actitud de Junts, presionado en esta cuestión por su temor a perder pie en la cuestión migratoria a favor de Alianza Catalana, han venido impidiendo hasta ahora el llegar a una solución de conjunto. Parece haberse alcanzado un acuerdo, al menos, para reubicar a 4.000 menores, pero el proyecto gubernamental de reforma integral de la ley de extranjería, que permitiría aplicar un mecanismo de solidaridad automático, sigue contando con el veto del partido de Puigdemont. Ignoro cuál será la posición del PP al respecto. Podría desbloquear la futura reforma, pero parece perseverar, como algunos líderes autonómicos del mismo partido, en no facilitar las cosas al Gobierno y de paso no entrar en rumbo de colisión con un Vox crecido por los éxitos populistas en otros lugares.
España está comprometida por el Pacto de Inmigración y Asilo, no podrá desviarse en exceso de sus postulados. Pero de lo que estamos hablando aquí no es sobre cuál deba ser la política migratoria common, aunque no nos vendría mal hincarle el diente dentro de un debate público sensato; de lo que se trata es de establecer mecanismos de solidaridad con los más afectados, como por otra parte hace la propia UE. Tiene narices que lo que es posible en Europa, asegurar un reparto mínimo de la carga entre los Estados miembros, encuentre tantas resistencias en nuestro propio país.