Por motivos estrictamente personales, he visto cinco veces el asombroso filme El bebé jefazo. Al principio me arrancaba una risa irreflexiva, pero al quinto visionado aprecio en ella un mensaje premonitorio: se adelantó al hecho ya innegable de que Bezos, Zuckerberg y Musk se hayan convertido, malévolos como suelen serlo las mentes infantiloides, en los cabecillas de esta plutocracia planetaria. Son bebés jefazos con un cohete en el pantalón, como cantaban C. Tangana y Calamaro, orgullosos de albergar entre las piernas una potencia incontenible. Un cohete en el pantalón tienen estos muchachos, ridículos en sus formas, que denigran al Estado cuando no les beneficia, se aprovechan de él para campar a sus anchas y han encontrado en la carrera espacial un terreno inexplorado para marcar paquete. Alucino cuando hay quien aún se pregunta si la humanidad sacará algo en claro de este extraordinario interés por el espacio. Como si en este juego de conquistar el universo cupiera en los hombres más ricos del planeta un afán filantrópico. ¿Es que no es está suficientemente claro que dichos cohetes proceden de sus braguetas y que ahora mismo están concentrados en una lucha espacial para dirimir quién lo tiene más grande?
Cuántas veces en los primeros tiempos de las críticas al sexismo de la industria juguetera se denigraban las muñecas y se instaba a comprar a las niñas un camión, una hormigonera, un coche deportivo. ¿Por qué no al contrario? ¿Éramos estúpidas las niñas por jugar a ser maestras, a ser doctoras o, incluso, permítaseme el ternurismo, a ser madres? Ahora que vuelve el hombre desacomplejado, como así anunció Zuckerberg en esas declaraciones en las que lamentaba haber tenido el cohete inactivo tanto tiempo, vuelve de su mano la concept de que no puede entenderse a un varón sin esa violencia que al parecer lo outline; un varón herido por haber sido castrado socialmente. Pero Zuckerberg miente: esa exhibición testosterónica no es más que pavor a ser excluido del batallón de bebés que pretende engordar aún más su fortuna con Trump. Su epifanía es producto de la codicia, pero también de la cobardía que outline a aquellos que se las apañan para secundar siempre al que manda, más aún si el que manda es antidemocrático y favorece el negocio abusivo. Se ha atribuido a Albert Einstein aquello de que si se diera el caso de que en una tercera guerra mundial se usaran armas atómicas, en la cuarta los hombres se armarían con palos y piedras. A veces me pregunto si esta insensata proliferación de testosterona que estimula la vanidad y la violencia pudiera llevar a los palmeros codiciosos de Trump a matarse entre ellos.
El haberme criado sobre ruedas me llevó a detestar la velocidad: me gusta conocer las ciudades al ritmo de mis pasos y cuando viajo en coche exijo que se respeten mis temores a tener un accidente. En la ciudad, el ritmo se ha acelerado. De Madrid han desaparecido los guardias de antaño y se ha contagiado el estilo chulesco. Las motos corretean por las aceras, los temibles patinetes invaden el paseo y de vez en cuando un idiota al mando de un cochazo araña el asfalto dejando un rastro de ruido y sobresalto. Los autobuses se arriman tanto al filo de la acera que una sueña con que le siegan la cabeza. No hay frenos para este mundo donde, según Bebé Zuckerberg, la agresividad es una muestra de que nuestra sociedad despierta tras un cierto culto a la blandura. Cuando vas a cruzar por un paso de cebra, son muchas las ocasiones en que el conductor en vez de pararse te saluda, como si quisiera decirte que invade tus derechos, pero, oye, que de buen rollo, eh. Y por qué se va a esperar algo más de la ciudadanía si un senador del PP, expresidente de la Diputación de Ourense, José Manuel Baltar, lleva años burlando una multa de tráfico por ir a casi o a más de 200 kilómetros por hora. Un adelantado a su tiempo, un jefazo, no bebé, sino de los de antes.