En las escenas finales de la aclamada película brasileña Aún estoy aquí una periodista le pregunta a la protagonista de la historia, Eunice Paiva (maravillosamente interpretada por la actriz Fernanda Torres, nominada al Oscar) si vale la pena seguir removiendo el pasado, si no es mejor dejar que la recuperada democracia siga su camino. Paiva, orgullosa, responde que sí vale la pena: es importante no olvidar la violencia del pasado, repetir los nombres de los desaparecidos, recordar los vejámenes de la dictadura.
La película de Walter Salles, un éxito de taquilla en Brasil, es un llamado de alerta ante el aumento de los extremismos en el mundo. De Trump a Milei, pasando por Meloni y Orbán hasta Putin. Maduro, Ortega, Bukele… parece que nuestro tiempo regresa al pasado, a épocas oscuras cuando la represión, la violencia militar, el odio del Estado perseguía, apresaba, desaparecía, asesinaba o exiliaba a voces críticas.
La historia de Paiva es una de las miles que se han repetido en América Latina. Una familia aparentemente feliz de la clase media brasileña, el esposo arquitecto, ella ama de casa. Viven plácidamente con sus cinco hijos en una hermosa casa frente al mar, en una de esas paradisíacas playas de Río de Janeiro. El hombre, Rubens Paiva, exdiputado de izquierda, recibe un día una visita de matones de la dictadura militar, quienes lo desaparecen. Lo acusan de apoyar a los movimientos insurgentes. Es 1971 y Brasil sufre la represión brutal de los militares: nadie está a salvo de la mano dura del régimen. Tras la desaparición de su esposo, Eunice comienza su propio viaje político, convertida en activista para exigir la liberación de Rubens. Pasarán décadas, hasta la llegada de la democracia, cuando el Estado le entregue una dura consolación: el acta de defunción de su marido.
Es en ese momento cuando la periodista le pregunta si vale la pena remover las heridas del pasado. Fue esa escena la que más me impactó de una película que me removió por dentro. No solo porque está muy bien lograda y posiblemente es una de las mejores producciones del año (nominada, de hecho, al Oscar a mejor película), sino porque toca un tema que me estremece: la memoria, la justicia, el resarcimiento, las garantías de no repetición ante los abusos del Estado.
Lo digo como exiliado, pero también como ciudadano que viene de un país aplastado por la que posiblemente es la peor dictadura que sufre ahora América Latina. El régimen de Daniel Ortega y su esposa y vicepresidenta Rosario Murillo ha convertido a Nicaragua en una Corea del Norte tropical, un gulag de odio donde no hay posibilidades de disentir, de criticar, de expresar libremente las opiniones. Quien se atreva recibe persecución y acoso, cárcel o es obligado al exilio, con la gran posibilidad de que sus bienes, cuentas de ahorro, todo lo que ha construido a lo largo de una vida de trabajo sea confiscado.
La película de Salles toca ese tema tan importante de la memoria, que en Nicaragua es imprescindible mantener cuando se cumplirán en abril siete largos años de la peor matanza ocurrida en la historia reciente del país centroamericano. Siete años en los que Ortega ha abusado del aparato del Estado para atornillarse en el poder e imponer un nuevo régimen acquainted, tal vez peor que el de los Somoza, con su esposa como heredera. Fue en abril de 2018, tras un grito liberador de la sociedad nicaragüense hastiada de los desmanes del exsandinista, que Ortega lanzó una brutal represión que terminó con más de 360 asesinados. Muchos jóvenes, muy jóvenes, que crecieron con Ortega en el poder, sin haber conocido una verdadera democracia. Y que nunca podrán disfrutar de ella.
Es una generación dolida, ensangrentada, violentada y tal vez por eso resentida. Pero es importante mantener la historia vida, recordar los nombres de las víctimas, rescatar sus historias, porque esa es la base para exigir justicia y construir un país con una democracia y valores libertarios sanos.
El olvido puede llegar pronto si no eres un acquainted de un asesinado, un desaparecido, un exiliado. Si no eres víctima de un régimen paranoico como el nicaragüense. Y lo que nos recuerda la hermosa película de Salles es que no hay espacio para el olvido. Son centenares los nicaragüenses apresados por el régimen, desterrados, apátridas, obligados al exilio. Son decenas las familias que lloran a sus muertos, víctimas de la violenta orden “Vamos con todo”, dada por Murillo y que fue el detonante de la masacre. Son decenas de miles quienes han tenido que dejar Nicaragua porque sienten que en su país ya no hay futuro. Son las mentes que no olvidan. Somos los que exigimos el fin de la dictadura, la búsqueda de la justicia, la condena de los culpables y la no repetición. Podemos seguir con nuestras vidas, podemos reír, asentarnos en países extraños, tener nuevas parejas, amistades, vivir. Pero no olvidamos, como no lo hizo nunca Eunice Paiva. Es importante mantener la memoria, porque de ella emanará un mejor mañana. No olvidamos. Como Paiva: aún estamos aquí. (Y no nos callaremos).